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MOMENTO DE REFLEXIÓN

P. Diego Fares sj

Pentecostés: icono de la llenura del Espíritu Santo con su Palabra de fuego

Dice Lucas en el libro de los Hechos: “Se produjo de súbito desde el cielo un estruendo como de viento que soplaba vehemente y llenó toda la casa donde se hallaban sentados. Y vieron aparecer lenguas como de fuego que, repartiéndose, se posaban sobre cada uno de ellos. Y todos quedaron llenos del Espíritu Santo y comenzaron a hablar en lenguas diferentes, según que el Espíritu Santo les movía a expresarse”.

Contemplación del icono

Vemos en el icono que María, con rasgos guada-lupanos, no tiene una lengua de fuego particular sino la aureola de fuego que resume todos los fuegos y que está en parte dentro de la nube desde donde irradia el Espíritu. Los rayos más claros irradian sobre ella y sobre Pedro, que está a su lado, con las llaves en las manos. Ambos simbolizan la Iglesia mariana y petrina: la maternidad y el ministerio constitutivos de la Iglesia. El Espíritu desde el cielo abierto llena toda la casa y va llenando a cada uno. Lucas dice que las lenguas de fuego “se posaban”… La sensación en el icono es que se están posando ya que hay algunos que la tienen y otros que aún no. Vemos que los Doce ya las han recibido y que hay seis discípulas y discípulos que las están por recibir. La presencia de discípulas niñas hablan de una Iglesia joven que se renueva.

Espíritu y Palabra

En la simbología bíblica el Espíritu es aire y fue-go: Ruah, soplo cálido, aliento vital. Y el soplo vital del hombre no sólo es vida interior sino que se expresa hacia el exterior suscitando la voz. El aire oxigena la sangre y hace vibrar las cuerdas vocales con su energía sonora. En este pasaje de Pentecostés la imagen de las “lenguas de fuego” que se van posando sobre cada uno de los discípulos y los hacen expresarse en lenguas diferentes clarifica esta unión entre Espíritu y Palabra. El Espíritu es Palabra de Fuego, Palabra viva, contagiosa como el fuego: fuego que enciende otros fuegos con el fuego de la Palabra.
En la Biblia, cuando el Espíritu llena a alguien, lo hace lanzar gritos de alegría y exclamaciones de emoción –los gemidos del Espíritu de que hablará Pablo-. En Pen-tecostés el efecto es más pleno, si se quiere. El Espíritu los hace expresarse a los discípulos en lenguas diferen-tes que comprenderán todos los extranjeros venidos a Jerusalén. No se trata sólo de emoción y sentimientos sino de lenguaje, de Palabra articulada que comunica la vida interior de los que están llenos del Espíritu dejando libertad al otro para acogerla y hacerla propia.
La emoción humana suele sobrepasar las pala-bras. “Estoy muy emocionado, dice uno, y por eso com-prenderán que no pueda hablar”. El Espíritu, en cambio, tiene como fruto llenar y plenificar de tal manera que su Fuego es Palabra y su Palabra es Fuego. Unifica Amor y Verdad, emoción y razón, de manera tal que “se contagia libremente (persuadiendo o haciendo que uno mismo y los otros se muevan desde adentro)”; su irresistibilidad no coarta la libertad sino que la libera. Es el misterio de la gracia: cuando más me sujeto a ella más libre me vuelvo. Experimento que me atrae irresistiblemente y que la deseo libremente.
El misterio de esta síntesis entre Palabra y Espíritu, entre Fuego pasional y Claridad intelectual es el miste-rio de Pentecostés. ¿Cómo es que el Espíritu puede comunicar una Palabra que es clara para todos sin perder la fuerza de su concretez única? (Porque las palabras claras para todos suelen ser abstractas. Recordemos que había cosas tan únicas que ni Jesús mismo podía comunicar de manera tal que los discípulos lo entendieran…).
La Palabra que comunica el Espíritu es la Palabra de Jesús –de su Vida entera-. Es una Palabra que se encarnó en María, que compartió la vida de los hombres y su cultura, que murió y resucitó y ascendió al cielo. Se trata de una Palabra que se anonadó en nuestra carne y resucitó con ella. En Jesús se da un diálogo entre Palabra divina y palabra humana cuya síntesis es comunicada por el Espíritu como Palabra que da vida.
Lo que quiero decir es que el Espíritu que nos envían el Padre y el Hijo Resucitado viene “enriquecido” (o empobrecido) con el lenguaje de nuestra carne que en la Carne del Señor ha vivido un proceso, una historia única. La historia vivida por el Señor le presta carne –ejemplos, parábolas, situaciones sensiblemente análogas- a la Palabra sin restarle espíritu.
En Cristo Resucitado todos los lenguajes humanos –desde los sonidos más pasionales, como el grito de la Cruz, hasta los discursos más elaborados como el que se utiliza en las parábolas, se han convertido en Palabra espiritual, común y comunicable.
El Espíritu nos hace hablar persuasiva y com-prensiblemente a todos los hombres con el lenguaje de Jesús, Palabra resucitada y que vuelve espiritual todo lo humano. Espiritual no significa opuesto a la carne como si fueran dos cosas. Espiritual es plenitud de la vida en todas sus dimensiones, también las de la carne. Y carnal puede ser el espíritu mismo si sigue la dirección de lo encerrado y egoísta.
De esto se trata la “llenura” o plenitud de vida que trae consigo la presencia del Espíritu en nuestro interior y en la vida de la Iglesia. Es la gracia de una Palabra que se enciende y se ensancha permitiendo que toda nuestra carne se clarifique con su luz y encuentre expresión todo lo que sentimos. Una expresión que se vuelve enteramente comunicable a los demás. El drama de nuestra carne es no encontrar palabras que expresen lo que nos pasa: que las palabras queden chicas, o abstractas, o frías, o en lucha con otras palabras. El Espíritu nos plenifica haciéndonos recordar las palabras de Jesús que iluminan, dinamizan y permiten comunicar toda situación humana en lenguaje comprensible para todos.

María y la Palabra de fuego

Aparecida nos pone a María como imagen de esta plenitud: en ella la Palabra se hizo carne y la carne se vuelve Palabra espiritual, lengua de fuego. Aparecida nos invita a entrar en la “escuela de María” que es escuela donde se aprende este lenguaje del Espíritu, que nos habla en lengua materna, en lengua comprensible: “El Papa vino a Aparecida con viva alegría para decirnos en primer lugar: Permanezcan en la escuela de María. Inspírense en sus enseñanzas. Procuren acoger y guardar dentro del corazón las luces que ella, por mandato divino, les envía desde lo alto”.
Ella, que “conservaba todos estos recuerdos y los meditaba en su corazón” (Lc 2, 19; cf. 2, 51), nos enseña el primado de la escucha de la Palabra en la vida del discípulo y misionero. El Magníficat “está enteramente tejido por los hilos de la Sagrada Escritura, los hilos tomados de la Palabra de Dios. Así, se revela que en Ella la Palabra de Dios se encuentra de verdad en su casa, de donde sale y entra con naturalidad. Ella habla y piensa con la Palabra de Dios; la Palabra de Dios se le hace su palabra, y su palabra nace de la Palabra de Dios. Además, así se revela que sus pensamientos están en sintonía con los pensamientos de Dios, que su querer es un querer junto con Dios. Estando íntimamente penetrada por la Palabra de Dios, Ella puede llegar a ser madre de la Palabra encarnada”. Esta familiaridad con el misterio de Jesús es facilitada por el rezo del Rosario, donde: “el pueblo cristiano aprende de María a contemplar la belleza del rostro de Cristo y a experimentar la profundidad de su amor. Mediante el Rosario, el creyente obtiene abundantes gracias, como recibiéndolas de las mismas manos de la madre del Redentor” (Ap 270-1).

Plenitud y presencia

La imagen del Papa de una “escuela de María” nos habla no de palabras sueltas ni de frases ingeniosas sino de una palabra cuyo fuego y vitalidad se reciben por presencia. Es la presencia de la Maestra que habla constantemente a sus alumnos lo que va llenando el corazón con un lenguaje que es más que aquello particular de lo que se habla en cada caso. La palabra de fuego del Espíritu tiene un tono y una modulación especiales, se requiere convivir para notar los acentos y los matices con que cada palabra viene dicha. La Palabra de fuego llena en primer lugar toda la casa, que se convierte en es-cuela y en esa llenura se posa sobre cada persona y le llena entero el corazón para luego convertirse en palabra que se puede comunicar a otros.
Así lo expresa Lucas en la Visitación –fiesta cercana a Pentecostés y que guarda tantas similitudes con ella-: María es la que, llena del Espíritu, se lo comunica a Isabel con su sola presencia, con el sonido de su voz… “E Isabel quedó llena del Espíritu Santo”. Y Juan se llenó de gozo en el seno de su madre, igual a como se alegra-ron los discípulos al ver al Señor.
Nuestro pueblo sabe de este “quedar lleno de gozo y de Espíritu Santo al visitar a la Virgen en sus santuarios”. Ella evangeliza llenando del Espíritu a sus hijos. En un silencio elocuente, María transmite todo con la plenitud de su presencia, irradiando belleza y contagiando caras de gozo que llenan el alma de consolación y dejan satisfechos y pacificados a los que se le acercan y ven acercarse a los demás.
Lo que llamamos religiosidad popular es en reali-dad una mística: una manera espiritual de comunicarse de plenitud a plenitud: “La piedad popular penetra delicadamente la existencia personal de cada fiel y, aunque también se vive en una multitud, no es una “espiritualidad de masas”. En distintos momentos de la lucha cotidiana, muchos recurren a algún pequeño signo del amor de Dios: un crucifijo, un rosario, una vela que se enciende para acompañar a un hijo en su enfermedad, un Padrenuestro musitado entre lágrimas, una mirada entrañable a una imagen querida de María, una sonrisa dirigida al Cielo, en medio de una sencilla alegría” (Ap 261). En lo más “sensible” y carnal nuestro pueblo fiel comunica lo más espiritual.

Plenitud y unidad

Uno de los frutos de esta palabra de fuego es liberarnos de todas las palabras que nos dividen –interior y socialmente- con sus contradicciones. Gracias a esta lengua del Espíritu, nuestro querer y nuestro obrar, que funcionan separadamente, con dos leyes (palabras) contradictorias, pueden armonizarse. Pablo lo expresa muy bien en la carta a los Romanos cuando dice: “El querer (lo bueno) lo tengo al alcance de la mano, pero el poner por obra lo bueno, no. Porque no es el bien que quiero lo que hago sino el mal que no quiero, eso es lo que obro. (…) Me complazco en la ley de Dios según el hombre interior, pero veo otra ley en mis miembros, que guerrea contra la ley de mi razón y me tiene aprisionado como cautivo en la ley del pecado que está en mis miembros. Desventurado de mí! Quien me librará de esta muerte? Gracias sean dadas a Dios por Jesucristo Señor nuestro! (…) Porque ninguna condenación pesa ahora sobre los que están en Cristo Jesús. Porque la ley del Espíritu de la Vida en Cristo Jesús me liberó de la ley del pecado y de la muerte” (Rm 7, 15-8, 2).
Esta liberación y unificación interior se traduce en la vida comunitaria: “La multitud de los creyentes no tenía sino un solo corazón y una sola alma. Nadie llamaba suyos a sus bienes, sino que todo era en común entre ellos” (Hc 4, 31-32). Como dice Aparecida: “Entendemos que la verdadera promoción humana no puede reducirse a aspectos particulares: “Debe ser integral, es decir, promover a todos los hombres y a todo el hombre”, desde la vida nueva en Cristo que transforma a la persona de tal manera que “la hace sujeto de su propio desarrollo” (Ap 399).
La plenitud de esta vida del Espíritu, que dinamiza y articula unificadamente todas las dimensiones de la vida humana, personales y sociales, es el tema central de Aparecida: Jesús vino para que todos los hombres tengan vida y “para que la tengan en plenitud (Jn 10,10)” (cfr. Ap 33, 112, 132, 355).
De aquí surge que “¡Necesitamos un nuevo Pentecostés! ¡Necesitamos salir al encuentro de las personas, las familias, las comunidades y los pueblos para comunicarles y compartir el don del encuentro con Cristo, que ha llenado nuestras vidas de sentido, de verdad y amor, de alegría y de esperanza!” (Ap 548). Este es el fruto que debe brotar de la contemplación del icono de Pentecostés.

MOMENTO DE CONTEMPLACIÓN

Hna Marta Irigoy misionera diocesana

En este texto de Pentecostés, contemplamos -como en el Icono de Pentecostés,  de Aparecida-, la presencia central de Maria, como Madre de la Iglesia.

Misión de maternidad, que María recibió de su Hijo al pie de la Cruz, y que nos ayuda a descubrir; como para Ella, somos lo más querido de su Corazón.

Jesús fue lo último que le dijo y por lo tanto, también guardado y meditado en su corazón.

-“Aquí tienes a tus hijos”- y desde ese día, todos los que La recibimos en nuestra casa –nuestra interioridad-, sentimos su calida presencia, cercana y maternal…

Maria en el centro del Icono, con las Manos juntas, pero ahuecadas, nos invita a colocar en ese espacio, nuestro corazón para que desde ahí, hacer nuestra oración…

Sentirse «alcanzado por el Espíritu » es experimentar la fuerza secreta de la resurrección. De este modo el Espíritu se convierte en fuerza eficaz del discípulo misionero de Jesús que ilumina y anima su existencia…

“Todos ellos, íntimamente unidos, se dedicaban a la oración, en compañía de algunas mujeres, de María, la madre de Jesús, y de sus hermanos.

Al llegar el día de Pentecostés, estaban todos reunidos en el mismo lugar. De pronto, vino del cielo un ruido, semejante a una fuerte ráfaga de viento, que resonó en toda la casa donde se encontraban. Entonces vieron aparecer unas lenguas como de fuego, que descendieron por separado sobre cada uno de ellos. Todos quedaron llenos del Espíritu Santo, y comenzaron a hablar en distintas lenguas, según el Espíritu les permitía expresarse.

Había en Jerusalén judíos piadosos, venidos de todas las naciones del mundo. Al oírse este ruido, se congregó la multitud y se llenó de asombro, porque cada uno los oía hablar en su propia lengua. Con gran admiración y estupor decían:

“¿Acaso estos hombres que hablan no son todos galileos? ¿Cómo es que cada uno de nosotros los oye en su propia lengua?

Partos, medos y elamitas, los que habitamos en la Mesopotamia o en la misma Judea, en Capadocia, en el Ponto y en Asia Menor, en Frigia y Panfilia, en Egipto, en la Libia Cirenaica, los peregrinos de Roma, judíos y prosélitos, cretenses y árabes, todos los oímos proclamar en nuestras lenguas las maravillas de Dios». (Hch 1,14. 2,1-11)

MOMENTO CONTEMPLATIVO

+ Toma conciencia de la necesitad que tienes de ser llenado/a por  Dios.

+ Pedile que te llene de su Amor…

+ Leer el texto de Pentecostés e imaginar interiormente la escena, “como si presente me hallase”

* Composición de lugar

El Cenáculo.

Está Maria, junto a los once apóstoles, con las llamitas y hay ocho discípulos y discípulas que no tienen llamas todavía. Eso hace sentir que los rayos que irradia el Espíritu están viniendo actualmente sobre la Iglesia.

* Ver las personas.

A Maria, que enseña a rezar, a esperar la Promesa del Padre: El Espíritu Santo.

Los 11 discípulos y todos los demás, entre los que me incluyo…

* Oír lo que dicen

–el ruido del viento-.

Escucha la entrada del Espíritu como un viento fuerte que llena toda la casa.
Deja que ese viento te inunde. ¿Cómo percibes tu corazón?

* Mirar lo que hacen

– los que se acercan al oír el ruido del Espíritu y como hablan en distintas lenguas y todos se entienden-

Maria, nos enseña a tener las manos juntas para rezar y abiertas para dar…

Pídele a María que te enseñe en tu oración a disponerte al viento del Espíritu…

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