
Momento de Reflexión
Diego Fares sj
«Al que me ama, mi Padre lo amará», dice Jesús
La primera parte del Principio y Fundamento se puede resumir así: «El hombre es creado para Dios nuestro Señor y las otras cosas, para que le ayuden en la prosecución de este fin».
* Somos creados para Dios nuestro Señor y así como al fin de un camino se llega caminando, a este Fin Personal se llega alabandolo, adorándolo y sirviéndolo. Al dar curso y modo concreto a estos deseos, se nos dilata el corazón, crecemos como personas adorando, agradeciendo y sirviendo a la Persona para quien somos. Siendo más y mejores creaturas nos hacemos semejantes a El. Estos deseos espirituales, porque suponen autoconciencia y autoseñorío de sí, son tres expresiones del amor a un Dios Personal:
hacerle reverencia: la actitud de adoración y reverencia es amor de creatura a la Persona del Creador. Es amor que inclina la rodilla y la cabeza haciendo entrega absoluta de sí;
alabarlo: la alabanza es agradecimiento a la Persona de quien reconocemos que nos vienen todos los dones que recibimos;
servirlo: el servicio -el hacer las cosas – implica hacerlas al modo del Otro, haciendo su voluntad, lo que le agrada.
* De esta manera, descentrados de nosotros mismos y centrados en la Persona de Jesús para quien somos, cambia nuestra mirada y consideración de «las otras cosas» como les llama Ignacio. Todo lo que no es Cristo son «las demás cosas» y se nos revela su ser profundo: son «para nosotros» (esto lo intuimos y así las usamos) pero «para que nos ayuden a realizar nuestros deseos de alabar, adorar y a servir a aquel para quien somos.
Nunca deja de admirarme la profundidad y concretez del Principio y Fundamento. Uno puede preguntarse: ¿Por qué esta serie de frases que parecen un razonamiento abstracto resultan iluminadoras?
Y la respuesta es: Porque no son para nada frases abstractas! Nos hablan de nuestros deseos más hondos y los conectan con nuestro fin. Estas frases nos dicen para Quién somos creados. Fijémonos bien que no dicen para qué, sino para Quién! Tanta gente camina por la vida buscando un sentido que, al no poder concretarlo en un Quién, no termina de tomar forma. Vemos a veces cómo los padres «son para sus hijos», les dedican y entregan lo mejor de sí, todo su tiempo y trabajo. Y los hijos luego se van, siguen lógicamente su camino. Cuando al nido vacío vuelven con los nietos, este «fin pesonal» de la vida humana se llena nuevamente de sentido. Pero allí mismo donde ejercitamos nuestro «ser para los demás» percibimos el límite de esas otras personas (y de todas las cosas) que nos dicen «Yo no soy Dios», no puedo ser «fin exclusivo» para vos.
Así pues, el Principio y Fundamento nos conecta con nuestro fin, que es la Persona de Cristo. Y no hay nada más concreto en la vida que tener claro el fin! En clave de discernimiento lo podemos expresar así: para ver con claridad y elegir la mejor opción entre dos que se nos presentan hay que tener claro el fin. El fin no se discierne, se disciernen los medios. El fin es «lo que ya está discernido», por decirlo así. Y saber que nuestro fin no es un «para qué», sino un «para Quién», es la verdad más verdadera que alguien nos pueda revelar.
Para Dios nuestro Señor, es decir: para Jesús
Sabemos que cuando Ignacio dice «Dios nuestro Señor» se refiere concretamente a Jesús. En Jesús, gracias a Jesús, somos hijos de Dios. El Espíritu nos guía refiriéndolo todo a Jesús, a Dios venido en carne.
Así, para un cristiano basta con tener discernida una sola verdad, que es esta: la de que somos creados para Jesús nuestro Señor. Señor de nuestra vida práctica, como siempre insistía Fiorito. Es decir: Aquel cuyo cuerpo comulgamos en la misa, Aquel cuyas palabras leemos en el evangelio, El que nos perdona los pecados con el sacerdote que nos confiesa, el que nos sale al encuentro pobre, hambriento, sediento, refugiado, preso.
El hombre -todo hombre y toda mujer- es «para Jesús».
Esta pertenencia es tan radical y absoluta que hace que todo lo demás sean «otras cosas», esas que Jesús dice que «se nos darán por añadidura, si buscamos primero el Reino», es decir: a Él.
Poder escuchar admirados que otro nos anuncie que somos para Jesús, es la verdad más honda y a la vez más práctica de nuestra vida. Significa muchas cosas.
Significa que si miro mi ADN, no solo encuentro el de mis padres sino el Suyo: he sido creado a imagen suya. Contemplando en el evangelio lo que sentía Jesús, viendo su carácter, su modo de ser y de relacionarse con los demás, descubro cosas de mi mismo, al igual y más que cuando miro a mis padre y abuelos y me reconozco en algún gesto de carácter, en algún modo suyo de obrar.
Significa que si miro mi historia, con mis idas y vueltas, mi haber llegado a ser quien soy a pesar de mis pecados y las veces que erré el camino, me descubro como alguien rescatado, comprado al precio de la sangre de Jesús. Soy «para Él» en el agradecimiento ante uno que dió su vida por mí cuando yo estaba en mayor o menor medida bajo la influencia del maligno: descartado y librado a mi suerte, como la oveja perdida, como el hijo pródigo, como la pecadora, el ciego, el paralítico, el leproso…
Significa además, que ese «para Él» orienta y finaliza todos mis deseos poniéndolos en clave personal.
Quizás a alguno le puede resultar extraño esta afirmación de que somos para una Persona. Pero si lo pensamos bien no es tan raro, dado que vivimos en un mundo que nos dice que «cada uno es para su propia persona», que su felicidad consiste en perfeccionarse como persona, en poseer cosas que lleven su nombre, y en consumir personalmente todo lo que pueda.
Qué nos cambia esto de «ser para Jesús»?
Nos cambia, por ejemplo, que no hace falta que seamos perfectos. Lo decisivo es «ser para Jesús»: que nos ofrezcamos a Él y que Él nos acepte en su compañía. Es decir: si una persona es muy perfecta pero su perfección crece como un lago de montaña, sin desemboque, puede que en cierto punto su perfección quede estancada. Y en cambio, si una persona es imperfecta, el hecho de sentirse poca cosa, la conciencia de ser un pecador, una pecadora…, puede que la impulse a no mirarse a sí misma, a salir de sí, a poner toda su esperanza en ser aceptada y salvada por Jesús y con esto logre más en un momento que la otra en toda una vida centrada en su propio perfeccionismo.
Esto es lo que se ve en el evangelio: cómo los pequeños y pecadores ganaban el corazón de Jesús y recibían tantas gracias de parte suya y los fariseos, en cambio, no hacían sino alejarse y endurecer más su corazón.
Ser «para Jesús» nos cambia también la preocupación por poseer y consumir. Porque «ser para otro» no es algo que se resuelva en términos de posesión sino de donación. Somos de otro en la medida en que nos damos al otro y somos recibidos libremente por el otro y trabajamos y nos divertimos juntos. No es cuestión de «poseer» al otro como un objeto, sino de dilatar el propio corazón que crece en la medida en que da y recibe más amor del otro.
Ser «para una persona», como vemos, lo cambia todo. Cambia también nuestra relación con los demás. También ellos son «para Jesús» y esto nos hace relacionarnos de otra manera, más libre, más distendida y esperanzada, por decirlo de alguna manera. Sólo una cosa es necesaria, como le dice Jesús a Marta: que cada uno se centre en Jesús, como María que lo escuchaba sentada a sus pies. No hace falta que uno mismo u otro cambie «todo lo que hizo imperfectamente». Porque cuando uno «se convierte» y mira su vida y la ajena desde esta perspectiva, los cambios que se pueden dar son muy inmediatos y radicales. Lo vemos en la historia de los santos, cómo pasan de una vida a otra de manera muy decidida. Esto es así porque «perfeccionarse» puede llevar toda una vida, pero entregarse a Jesús de corazón, comenzar a vivir para Él, buscando sus intereses y no los nuestros, es algo que se puede empezar a hacer ya, tal como estamos y siendo los que somos. En el momento en que me centro en Jesús, todas las demás cosas «se ven distintas», puedo discernir con claridad cuáles me ayudan y cuáles me desayudan.
Jesús es el criterio de discernimiento y la medida
«En Jesús», cultivando nuestro ser para Jesús, encontramos la medida para relacionarnos con cada persona y con las cosas: es una medida que es a la vez común y única -personalísima-.
La adoración, por ejemplo, que es un deseo básico inscrito en cada célula de nuestra carne, encuentra en Jesús el Nombre para nombrar, doblando la rodilla, a Aquel ser misterioso que me creó y me da continuamente el ser. Toda creatura sabe que «no es autónoma», que si durante algún tiempo y en algunos aspectos de su vida puede «funcionar» autonómamente, no se dio a si misma su vida ni se puede mantener en ella como quiera y todo el tiempo que quiera. Pero esta convicción de la propia «contingencia» como dice la filosofía, no alcanza para adorar. Puede convertirse en mudez y angustia que necesita ser «tapada, cosa que hacemos en general «adorando alguna cosa» que se convierte en ídolo. Al adorar a Jesús, desidolizamos las cosas y las liberamos de este rol innatural que les damos, exagerando su importancia. Poder nombrar a nuestro Creador con su Nombre – Jesús- nos permite adorar verdaderamente, ya que, como decíamos, la adoración y la reverencia se tienen ante una Persona. No basta con saber que «algo» -una energía cósmica, una evolución natural – debe habernos creado.
La alabanza por las cosas buenas y hermosas de la vida también se concreta en Jesús. El nos enseña por qué nos tenemos que alegrar -porque nuestros nombres están escritos en el Reino de los cielos, y no por otras cosas pasajeras-. Además, une la alegría al servicio que hacemos a las otras personas. De nuevo, la clave está en lo personal. Todo en el hombre es «personal» o pierde consistencia. Y personal en sentido amplio e inclusivo, es decir: comunitario.
Al adorar a Alguien como Jesús, cuya existencia esta toda puesta al servicio de aquellos que creó y por los que dió la vida, cobran altura y valor las demás personas y cosas que nos rodean. Lo digno de alabanza no es lo que es para nuestro gozo exclusivo sino, por el contrario, lo que sirve para alegrar y servir a más personas, en primer lugar a los que no tienen nada. Así como la alegría de un padre y de una madre de familia no son «las cosas» que poseen sino la alegría de sus hijos que aprovechan las cosas que ellos les brindan para crecer y desarrollarse bien, así toda alegría humana superior es personal, compartible más que consumible!
Más que «tener comida y agua» alegra poder «dar de comer y de beber al sediento»; más que tener ropa, alegra vestir al que anda pobre y desabrigado, más que tener casa, alegra poder hospedar, más que tener salud, alegra acompañar y consolar al que está enfermo o preso.
Las cosas son para nosotros
Si algo tenemos claro es que «las cosas son para nosotros». Basta ver cómo las usamos y nos servimos de ellas como amos, sin mucho miramiento. No pensamos que una ballena tenga una finalidad en sí misma, que exista por la alegría misma de que haya quien pueda surcar el oceano libre y majestuosamente. Apenas tenemos necesidad de ella la pescamos y la consumimos. El punto no está en que las cosas no sean «para nosotros», ya que lo son, sino que «nosotros no somos para nosotros», somos «para Jesús».
Tendría que bastarnos con mirar cómo venimos a la vida -absolutamente dependientes y necesitados de otras personas que se dediquen con exclusividad a cuidarnos mientras crecemos-, para comprender la importancia de «lo personal» en nuestra vida. No tiene sentido definir la persona por su inteligencia y libertad sin agregar que estas potencias espirituales «son para los demás», tienen sentido en relación a los demás, para interactuar con los demás. Pensar que tenemos inteligencia y libertad solo para hacer y «consumir» lo que queramos, es un insulto a la naturaleza, que ya tenía resuelto este problema en la vida animal, «moderando» los instintos para que cada animal consuma solo lo que necesita.
No vivimos para cumplir una finalidad externa a nosotros mismos, para realizar una tarea util a otros, para llenar un lugar dentro de un todo, como si fuéramos una pieza de un reloj.
Tampoco vivimos para realizarnos a nosotros mismos, para alcanzar la felicidad como un estado, en el que estaríamos algo mejor que cuando comenzamos la vida, así como una planta que se desarrolla a partir de una semilla y termina dando flores y frutos, o un ser viviente que llega a la madurez en el uso de sus funciones.
El Principio y Fundamento nos revela que somos «para» una Persona. El evangelio dice que Jesús llamó a los apóstoles «para que estuvieran con Él y para enviarlos a predicar el evangelio». Para que estuvieran con Él quiere decir para vivir en su Compañía. Esto es algo «no funcional».
Una reflexión actual
Pongamos solo un ejemplo de las implicancias de una doctrina de este tipo. Si ser persona es «ser para una Persona, en concreto para Jesús» ¿no tiene entonces un gran sentido que nuestro venir a la vida se realice «en otra persona», en nuestra madre, sin que esto la convierta de ninguna manera en una «incubadora», como dicen algunas? ¿No nos muestra que lo decisivo para ser persona no es en primer lugar que tengamos un ADN, ni tampoco unas facultades como la inteligencia y la libertad (este es el soporte físico y síquico de nuestro ser personas), sino que nos es esencial que otra persona nos nombre -nuestra madre o si ella no puede o no quiere, otra persona que quiera hacerse cargo- y nos acoja en su existencia diciéndonos «yo soy para vos tu madre» y «vos sos para mí mi hijo»?
Si nuestra esencia es «ser para otra Persona», podemos decir que en el vientre materno (y al final de nuestra vida), cuando somos menos autosuficientes, somos más propiamente «personas», porque somos por otros y para otros que nos acogen absolutamente. Un embrión, cuando física y síquicamente es nada más que un puñado de células, es más «para su madre», más persona en este sentido espiritual profundo del que hablamos.
Este «ser por y para los demás» es lo más propio del ser humano. Siempre, no solo mientras nos gestamos y necesitamos que alguien sea «exclusivamente para nosotros». También nos ese esencial cuando llegamos a la madurez y buscamo otras personas que nos amen gratuitamente, por nosotros mismos, no por cómo «funcionamos» o «para qué servimos».
La entrega y dedicación tan absoluta que requiere todo ser humano para desarrollarse, si fuera una cuestión puramente funcional, sería un error de la naturaleza. Los animales nacen «ya hechos» y apenas nacen, o al poco tiempo, se independizan totalmente de sus progenitores. El hecho de que hayamos venido a la vida gracias a que otros seres hayan sido durante mucho tiempo exclusivamente para nosotros y nos hayan dedicado toda su vida y cuidado, hace de nosotros, luego, seres para los demás.
Si esta gratuidad no es custodiada y cultivada, se desmorona la vida social, el respeto por toda persona, el cuidado de los más pobres y discapacitados… La igualdad y la justicia se basan en este reconocimiento de la persona humana más allá de sus capacidades y procesos de gestación, crecimiento o enfermedad.
Considerar este «ser para otro» como una carga, por el hecho de que en un momento de la vida ese otro aparezca inesperadamente, es como negar nuestro ser mismo que consiste siempre en «aparecer» en la vida de otros, irrumpiendo en los otros y siendo aceptados en nuestras diferencias por nosotros mismos, más allá de nuestras capacidades y de las expectativas de los otros.
Momento de Contemplación
Marta Irigoy
Después de leer el texto del P. Diego; podemos volver a aquellas palabras, frases que nos han asombrado hondamente…
Sabernos de y para Jesús es un horizonte hacia el cual orientar nuestra vida y poder dar ese fruto personal, según la belleza de su singularidad –ese ADN- que nos hace imagen y semejanza de Dios…
Ser de Jesús…
Pertenecer a Jesús…
Es encontrar ese tesoro escondido… Es descubrir la perla preciosa… por los que vale vender todo, y descubrir el “gozo de pertenecer”…
Este gozo profundo, nace la certeza de sabernos creados de una manera maravillosa
De este gozo profundo, nace la alabanza y libertad ante todas las cosas…
Por este gozo profundo, nos ponemos al servicio de los pequeños que se nos han confiado para hacer aquellas obras para las cual nuestro buen Dios nos ha creado…
Como decía, Benedicto XVI en el Mensaje de Cuaresma del 2012: “Interesarse por el hermano significa abrir los ojos a sus necesidades… Ya que el otro me pertenece, su vida, su felicidad, tienen que ver con mi vida y mi felicidad… Aquí tocamos un elemento muy profundo de la comunión: nuestra existencia está relacionada con la de los demás…».
Qué lindo! Sabernos pertenencia de Jesús y saber que el otro nos pertenece, nos saca del anonimato e indiferencia que a veces nos quieren meter…
Para terminar, quizás puedas rezar con alguna de las Parábolas de El tesoro y la Perla:
«El Reino de los cielos es semejante al tesoro escondido en el campo que un hombre, encontrándolo, lo vuelve a tapar y del gozo que le da va, vende todo lo que tiene, y compra aquel campo. También el Reino de los cielos es semejante al hombre negocianto en perlas finas que hallando una preciosa perla, fue y vendió todo lo que tenía, y la compró» (Mt 13, 44-46).
Y pedir la Gracia de sentir este Gozo Profundo de Pertenecer a tan Buen Dios…