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Momento para reflexionar

Diego Fares sj

Crecer en el discernimiento 

En su encuentro con los jesuitas de Perú, el Papa Francisco pidió «oficialmente» a los jesuitas que ayudemos a la Iglesia a «crecer en el discernimiento». De aquí vino la misión de trabajar este año el tema de «crecer en el discernimiento» como si fuéramos a la escuela, es decir, con actitud de discípulos y de discípulas, de niños que dócilmente se dejan enseñar por el Espíritu, nuestro Maestro interior, por nuestra Señora, Maestra en este arte de decirnos que hagamos lo que Jesús nos diga.

Todos tenemos alguna idea propia de lo que es el discernimiento. Pero no creo errar si digo que también nos pasa que se nos escapa un poco el concepto, si es que lo tenemos que explicar.

Esto es algo que pasa con todas las realidades básicas: se viven (pensar es discernir, siempre) pero es difícil dar razón. Con la vista, por ejemplo. Todos los que tenemos la dicha de poder ver sabemos perfectamente en qué consiste. Nos damos cuenta cuando «vemos mal». La experiencia de salir a la calle usando lentes nuevos tiene algo de magia, si es que uno es un poco chicato. Pero si queremos explicar qué significa «ver» necesitamos aprender no solo cosas de física y de biología sino que caemos en la cuenta de que el ver humano no es como el de los animales: nosotros vemos con intención y libremente, en cambio cada animal ve el mundo «sectorialmente», focalizándose en lo que le hacen buscar sus instintos e ignorando el resto. Nosotros, al ver un rostro, al mirar a alguien a los ojos, ponemos en funcionamiento el misterio más hondo del universo, ese que hace exclamar a Pablo que cuando «veamos a Dios cara a cara nos haremos semejantes a Él».

Qué fuerza tiene el ver que hace que uno interiorice las cosas! Y si no es una «cosa» lo que vemos sino otra persona, ella misma entra en nuestro interior y al contemplarla y ser contemplados por ella, se alimenta y crece el amor mutuo.

Además, la mirada amorosa es «creativa», despierta y fecunda en el otro cosas, semillas, capacidades que, sin esa mirada, quedarían dormidas. La mirada de nuestra madre, su sonrisa, nos despierta a la belleza y la bondad de la creación y nos enseña a «fijar» los ojos allí donde brilla más el amor. La mirada hace que nuestro mirar no se quede autista o se convierta en un zapping, yendo de aquí para allá sin ver nada.

Miramos discerniendo

Pues bien, del discernimiento se puede decir que es un «mirar selectivo». Humanamente «miramos discerniendo».

La experiencia de mirar vidrieras en un shopping es significativa. Porque en la naturaleza, como el paisaje tiene continuidad, la variedad afecta serenamente nuestra mirada, que se desliza entre las cosas como una brisa suave sin que el detenernos en una flor nos distraiga del horizonte de cielo y de montañas o del mar. En un shopping en cambio, la variedad y calidad de cientos de productos seriales pone en acción nuestro poder selectivo en su capacidad de «discriminar» y no podemos «contemplar serenamente el todo y las partes» sino que escaneamos a toda velocidad: esto sí, esto no me gusta, no, no, más o menos, no… puede ser… esto sí! Lo mismo pasa en un museo, en el que la variedad de cuadros, de estilos y de épocas, nos obliga a discernir qué queremos ver, porque si no nos bloqueamos.

Sobredosis de belleza o el síndrome de Stendahl

Hablando de museos, hace unos días, un amigo hizo referencia al «síndrome de Stendhal». Yo no lo conocía absolutamente y me quedó la idea de algo para ver después, ya que la conversación pasó a otra cosa. Stendhal viajó a Florencia y al salir de la Santa Croce, un 22 de enero de 1817, sintió que «le latía el corazón, que la vida estaba agotada en él y andaba con miedo de caerse». Acudió al médico y este, luego de auscultarlo y mirarle los ojos le diagnosticó «sobredosis de belleza».

Los que han estudiado el fenómeno psicosomático dicen que este síndrome es una situación anímica que se desencadena tras observar obras de gran belleza en una misma ciudad y durante un corto espacio de tiempo. Le llaman la enfermedad de los museos.

Trayendo el agua a nuestro molino y sin mucho análisis científico, advierto que este «stress de belleza» no se da al contemplar un paisaje natural o al quedarse ante una sola obra artística. Parecería que es producto de mezclar «belleza artística» y «shopping». Las obras artísticas no son «algo en serie», cada obra es un universo concentrado en un espacio limitado. Esto hace que su fuerza expansiva, al meter todos lo cuadros en una sala (aunque por eso mismo en los museos se le da «espacio» a las obras, pero no siempre el suficiente), produzca este efecto de que las «ondas» de una obra choquen con las de las otras. Imaginemos si en un mismo salón se tocaran cien músicas diferentes! Nuestro oído reaccionaría inmediatamente. Pues se ve que la vista también, aunque uno «se anime» a querer ver muchas obras en un museo. Al poco tiempo sale igual de cansado que si hubiera escuchado músicas mezcladas.

El que no discierne se enferma

Bueno, todo este largo excurso «artístico psicosomático» es para decir lo siguiente. Si no discernimos, en el mundo actual, en el que todos los paradigmas, las creencias, las ideologías y las imágenes, están en un mismo «sitio» -los medios- el síndrome de Stendhal que sufriremos (que estamos sufriendo) será (es) de proporciones épicas. Se habla del fenómeno de la rapidación y de la acumulación de información que nos asedia, de los efectos que produce estar siempre online… Todas cosas que se van estudiando en medicina, sicología, sociología… Se suele insistir en que «nos hace mal ver tantas malas noticias». Y en los niños que están todo el día conectados, se detecta el problema de incapacidad para focalizarse. Estamos convirtiéndonos en multi-tasking.

Mirar en «modo discernimiento»

Algunos ven en esto un peligro que impide la concentración y la contemplación serena. Yo prefiero considerar que como son dos cosas distintas -mirar un paisaje o un cuadro y mirar vidrieras en un shopping-, el problema no es cuantitativo o cualitativo sino la mezcla. Y aquí entra lo del discernimiento. Uno tiene que cambiar el chip. No mezclar. Si entra en internet no puede entrar con el mismo chip con el que va a misa. Y viceversa. Es decir: no tiene que cambiar el mundo (el paisaje), tiene que cambiar mi «modo de mirar».

Una cosa es mirar en «modo naturaleza», otro es mirar en «modo shopping» o en «modo internet» y otro, trasversal a los anteriores y a todo modo, es «mirar en modo discernimiento«. Es decir: «mirar en modo «dual», con mi mirada y la del Espíritu.

Este modo de mirar es «libre», en el sentido más profundo de la palabra. Nos libera de ser esclavos de los otros modos de mirar, que tienden a apoderarse de nuestra mirada y volvernos «ideológicos». Ideológicos de distinto signo -político, económico, de género, dogmático… incluso el evangelio y la doctrina caen bajo este modo de mirar ideológico que quita libertad y capacidad de diálogo con otros.

Discernir invocando al Espíritu

El «modo discernimiento» es aquel que, en algún momento -no importa si antes, durante o después- que uno está mirando algo (un paisaje, una página web, una persona o sus propios sentimientos) uno alza la mirada y la dirige al Espíritu con una sencilla invocación «Ven Espíritu Santo, enciende con tu luz nuestro sentidos» (Oración del Ven Creador).

Esta simple invocación , a la que el Espíritu no se resiste porque toca su fibra más íntima, aquello que Él es (Ardor común, Encendimiento de otros) y para lo que ha sido Enviado por el Padre y por Jesús: para «reavivarnos», vivificarnos, transfigurar lo que vemos con su luz…, hace que venga y nos de su gracia. El Espíritu nos «hace ver las cosas como le agradan a Dios (es decir: como son, ya que a Dios le agradan las cosas y las personas como somos, como nos creo y redimió, y como podemos ser, en el sentido de que le agrada vernos mejorando y creciendo en el amor).

Discernir con los criterios del que «tenemos más a mano»

Pues bien, esta es una manera de presentar el discernimiento como la respuesta justa a algo que necesitamos más que el aire y el smartphone. Porque el síndrome de Stendhal nos asedia: tenemos sobredosis, no solo de cosas malas, sino también de belleza, de ideas verdaderas pero amontonadas mal, desjerarquizadas, sin espacio entre una y otra. Y eso nos lleva a «discernir» desde lo que tenemos más a mano. Cada uno desde algún criterio de algo que le hizo bien.

Esto mismo es bueno si uno se da cuenta de que el Espíritu Santo es justamente «el que está a mano» -el Paráclito-. Y Él es el que nos hace comprender Quién es Jesús y cuánto puede ayudarnos su palabra para resolver nuestras cosas de la vida diaria.

Claro, uno puede sentir: y a Jesús, cómo lo contacto! La Iglesia lo tiene, por supuesto. Pero a veces muchos sienten que le hemos puesto tantas puertas con horario a las iglesias, tantos requisitos a los sacramentos (que son Jesús mismo hecho pan, perdón del pecado de ayer a la tarde, aceite para la enfermedad que tengo…, bendición para mi deseo de formar familia) tantas condiciones, que queda medio lejos. Pues bien, para eso fue enviado el Espíritu, que se derrama sobre toda carne, sobre toda cultura, que actúa en toda persona que lo invoca y desea adorar al Padre y conocer y contactarse con Jesús. El Espíritu también es condición para que todo lo que la Iglesia tiene acumulado no sea museo sino vida.

Los sentidos del discernimiento

Y qué «sentidos» enciende el Espíritu? Enciende todos. Pero la clave es que los enciende en «modo discernimiento». Es decir: enciende la lengua, pero no solo para «hablar en lenguas» sino también para profetizar y anunciar verdades que sirvan a la vida y a la oración de todos. El Espíritu enciende el gusto no solo para saborear íntimamente las palabras de Dios sino para saborear su fuerza apostólica, su capacidad de encender otros fuegos. El Espíritu enciende nuestro tacto pero no solo para tocar dinámicamente el suelo en una danza que nos hace dar vueltas sobre nosotros mismos, sino para embellecer los pies de los que corren a anunciar el evangelio a todas las fronteras. El Espíritu enciende nuestro ojos y oídos para discernir el rostro de Jesús en los pobres y escuchar su silbido y su voz de buen pastor, distinguiéndola de la voz seductora del maligno. El Espíritu enciende nuestro olfato para saber «oler» al mal espíritu, allí donde está vestido de ángel de luz y no se lo puede discernir con la vista. Es decir: el Espíritu enciende todos los sentidos espirituales para discernir «los sentimientos de Cristo Jesús» y comunicarnos su «modo de pensar» y de ver las cosas.

El tratado donde este «modo de sentir-discerniendo» está plasmado es el Evangelio. Allí cada escena, cada parábola, cada frase no es solo una frase sino una clave para discernir, que aplicada a la realidad justa en cada situación, obra eso que Jesús prometió: que el Espíritu nos enseñará toda la verdad y nos dirá qué decir en cada momento.

Discernir o quedar fascinado por alguna ideología

No discernir, hoy, es permanecer atado a esa mezcla -incluso de cosas buenas- que nos ofrece el mundo moderno, con su conflicto de interpretaciones. No basta con tener las ideas claras en los libros y en los manuales, hay que saber con qué «sentido» afrontarlas. Como decía, hay cosas que hay que «olerlas» porque si uno las mira queda «hechizado», «fascinado». La capacidad de photoshop es hoy tan maravillosa que uno le dice al otro mostrándole una «realidad» (una noticia, una foto, un título de diario con «lo que dijo fulano»): «no lo ves?» No puedo creer que no «veas» lo mismo que yo. Y el otro, tomando distancia, trata de hacerle «ver» lo que ve él,  mostrándole «otras noticias»…

El desafío es terminar de caer en la cuenta de que, hoy por hoy, no hay un «lugar» común desde el cual mirar todos las cosas, no hay piso firme en ninguna idea, dogma o ideología, no hay «realidad común» objetiva como la había cuando cada uno vivía en su pueblo y las noticias de otros lados llegaban «al otro día o a la semana siguiente» y había «espacio», como en un buen museo, para ver una obra o dos en cada sala y tomar aire con los ojos. Hoy está todo junto todo el tiempo de mil manera diversas. El único lugar común puede ser, precisamente, el discernimiento. Convenir, la mayor cantidad de gente posible, que todo debe ser discernido (cosa que ya hacen muchos) y, lo importante, convenir en que todos tenemos que entrar en la Escuela del Discernimiento.

Entrar en la Escuela del discernimiento

Es decir: en este arte, hay maestros. Hay camino recorrido y se puede aprender mucho. Es más, se trata del arte de «aprender cada día» del único Maestro interior. Porque, como se trata de discernir la realidad y esta cambia tanto, no hay escuela que no sea la del aprendizaje continuo, la del criticar en primer lugar el propio punto de vista, los propios sentimientos, ya que no hay cosa, por perfecta que sea, que no pueda ser usada por el mal espíritu para alejarnos del amor de Jesús. Y no hay cosa, por pecado que sea, que no pueda ser usada por el Espíritu Santo para acercarnos a la misericordia del Padre.

El discernimiento en el marco de los Ejercicio espirituales

A lo largo del año iremos viendo la estrecha relación que tiene hacer un discernimiento particular (o muchos) y practicar los Ejercicios Espirituales. Los Ejercicios como tales  -de un mes- se hacen una o dos veces en la vida. Tiene como fin hacer una elección radical, de estado de vida o de una misión importante. Luego, los Ejercicios de cada año van ayudando a mantener y perfeccionar la elección y la misión.

El marco de los Ejercicios es el adecuado para un proceso de discernimiento, para dar lugar a que el corazón experimente gracias y tentaciones y pueda adquirir certeza en el Espíritu a la hora de elegir. Así, los Ejercicios, con sus diferentes etapas, con sus meditaciones estructurales, nos ayudan a poder hacer un discernimiento.

Presentar esta dimensión «de máxima» no es para alejar el discernimiento de la vida diaria. Al contrario: al igual que el amor a Dios es el mismo que el amor con que se ama a un pobre, en el gesto pequeño de darle un vaso de agua, así también el discernimiento de una vida matrimonial o consagrada, se concreta en el discernimiento de la pequeña opción que hay que hacer cada día para que la vocación crezca. El camino del discernimiento, como el del amor, es de ida y vuelta. Las elecciones y predilecciones grandes y definitivas se concretan y se alimentan en las elecciones y predilecciones pequeñas de cada día. El que ya eligió estado de vida, dice Ignacio, no tiene que cambiarlo, sino crecer y mejorar en él. Y en esta situación de «crecer en nuestro estado de vida y misión (trabajo) principal, estamos todos (salvo los jóvenes que aún no han decidido o la vida todavía no «decidió» por ellos).

Alabar, adorar y servir: tres deseos «ya discernidos»

Antes hablamos de un mundo en el que todo es relativo. Hoy se cuestiona hasta la ley natural y pareciera que «todo se construye», incluso la propia identidad de género. Sin embargo así como cada piedra, cada planta tienen su ley interior y cada animal su instinto, que no les permite equivocarse en cuanto a su misión en la vida, los seres humanos contamos también con algo similar a este «instinto» que, si lo desarrollamos, no nos equivocamos. Hablo del deseo de alabar, de adorar y de servir. No es cuestión de demostrarlo teóricamente sino de invitar a cada uno a que haga la prueba. Comience a agradecer y a bendecir por su vida y por las persona y cosas que ama y verá como va encontrando un camino claro: a medida que agradece, sentirá deseos de agradecer más. Incluso por lo malo, ya que al bendecir irá encontrando cosas buenas también en lo que no lo fue. Lo mismo con la adoración, si uno se pone con el rostro en tierra y confiesa sus «no»: no soy nada, no puedo nada, no se nada… y le dice a Dios Vos sos todo, Vos podés todo, Vos sabés todo, verá que algo se libera en su interior. Y no digamos nada de servir. Si uno se pone a servir a alguien que necesita, comenzando por los más pequeños, siguiendo por los compañeros de trabajo, los pobres, los enfermos…, verá que algo le dice a sus manos que están bien, haciendo lo correcto. Estas actitudes suscitan el asentimiento de nuestra mente, de nuestro corazón y de nuestras manos.

Son deseos ya discernidos, en el sentido de que tienen algo de «instintivo». Los tenemos que poner en acción libremente, pero enseguida vemos que nuestro ser fluye gracias a ellos. Los reconocemos también en otros seres, en los pájaros que con su canto y sus vuelos en equipo son un canto de alabanza al Creador; en los animales que se sirven unos a otros; en toda vida a nivel molecular en el que todo es «servicial». Estos deseos profundos, si se les da cauce y se los comienza a practicar, muestran ser mas fuertes que cualquier otro deseo.

Realizando estos deseos y poniéndolos en práctica vamos descubriendo «existencialmente» el sentido de nuestra vida. No algo sí como el «sentido en general» de la vida, cosa que escapa al alcance de alguien que vive solo un tiempo en la historia, pero sí el sentido concreto de «mi vida», cosa que cada uno puede descubrir a medida que realiza estos deseos básicos que son expresión del amor: alabar, adorar y servir y discierne su lugar y su misión en el universo.

Las tentaciones contrarias son denigrar, auto-adorarse y aprovecharse egoístamente de los bienes comunes. Hay también tentaciones «neutras»: ni alabar ni criticar, no adorar nada ni a nadie, gozar y gastar y no trabajar.

Deseo de alabar

Sintonizar con el deseo profundo de Alabanza nos armoniza el alma subjetivamente con la realidad. No solo hay que alabar a Dios y a las cosas extraordinarias. La discreta alabanza a todo ser, hace que cada cosa brille y mejore dando lo mejor de sí. La alabanza tiene sus tonos menores, con los que se alaban y se agradecen, amablemente y sin exagerar, los pequeños dones y servicios que alguien nos presta. Es un acto de justicia alabar cada gesto en su justa medida. Así como no es buena la alabanza falsa o exagerada tampoco es bueno dejar pasar las cosas que conllevan el trabajo de otro como si se dieran por descontado.

El pueblo sencillo sabía de alabar a Jesús. «Bendito el seno que te portó y los pechos que te amamantaron», exclamó aquella mujer del barrio mientras Jesús hablaba. «Hosanna, bendito el que viene en nombre del Señor», cantaban los niños alentados por sus mamás y por sus padres cuando Jesús entró en Jerusalén montado en un burrito. «Verdaderamente este era Hijo de Dios», confesó el Centurión. Y así tanta gente. El pueblo fiel de Dios da rienda suelta a su deseo hondo de alabanza, cada vez que canta a Dios y a sus santos, cada vez que llena de flores las imagencitas de la Virgen y exclama sus «viva, viva» mientras lleva al Señor en andas.

Deseo de adorar

Adorar y hacer reverencia es el deseo básico que mueve toda religión, todo deseo de relacionarnos con Alguien que nos trasciende. Es un deseo que en muchos brota espontáneo y en otros está mutilado o amordazado. En los niños, la «adoración» por sus padres, como respuesta a las alabanzas y cariños que estos les prodigan, es un sentimiento muy puro que, si es bien educado, se orienta con la gracia del Espíritu Santo a la adoración del Niño Jesús, de la Virgen. Es un deseo auténtico y único que necesita que se lo explicite y que a los niños se les den los gestos de adoración que les permitan encauzar y expresar este deseo profundo: arrodillarse ante el Santísimo, mandar un besito a la Virgen, besar una imagen, hacer silencio respetuoso al entrar en el templo o en el momento de rezar. Hace bien a los niños ver a sus padres arrodillarse y hacerse la señal de la Cruz.

El leproso curado que volvió alabando y bendiciendo a Dios y se postró rostro en tierra ante el Señor, nos muestra esta actitud de adoración que el pueblo de Dios sentía que podía tener ante Jesús y que el Señor no rechazaba.

Deseo de servir

Servir es también un deseo básico que mueve todas nuestras acciones. Servir a los otros, ser útiles a los demás, contribuir con la creación, dar fruto, ofrecer lo mejor de uno, el propio carisma, dar una mano, gastarse por los demás, ayudar a los que necesitan… Si la adoración es un deseo propio de la creatura y es unidireccional, la alabanza y el servicio son deseos también propios de nuestro creador. Jesús alababa la fe y la misericordia de la gente y toda su vida fue de servicio a los demás. Lo consagró en el lavatorio de los pies a los discípulos.

Una imagen positiva de nuestro ser y de nuestro pasado    

Para poder discernir es necesario tener «experiencialmente» una imagen positiva de la vida, de nuestro ser y de nuestro pasado: somos creados buenos y encontrar cada uno nuestro bien más propio, nuestro carisma, así como un ave encuentra su canto y una flor su color, es nuestra manera de reconocer al Creador: siendo mejor lo que somos, siendo por trabajo y elección lo que somos por don y por gracia.

Si uno tiene una imagen negativa de sí, si piensa que no vale nada o que porque tiene algún defecto o pecado, no puede alabar y adorar y servir a Dios y al prójimo, no sentirá que puede discernir la voluntad de Dios en su vida. Si en cambio nos sabemos seres complejos, quizás con muchos defectos, pero con esta zona de la alabanza, la adoración y el servicio, siempre intacta y lista para ser reactivada, entonces tendrá sentido discernir. Pero hay que practicar la alabanza y la adoración y el servicio hasta que la imagen positiva fundamental salga a flote y tome las riendas de nuestra vida.

Diego Fares sj

 

Momento para contemplar

Marta Yrigoy

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                                        Nuestra Señora de la Consolación de Sumampa (Bo San Calal Villa de Mayo)

Comenzamos un nuevo año, y queremos aceptar la invitación que nos hace el Papa Francisco de “entrar en la escuela del discernimiento”…

Por eso, la invitación en este primer encuentro, será  después de leer el texto del P. Diego Fares, sj; quedarnos sintiendo y gustando el Salmo 131.

Señor, mi corazón no es ambicioso,

ni mis ojos altaneros;

no pretendo grandezas

que superan mi capacidad;

sino que acallo y modero mis deseos,

como un niño en brazos de su madre.

Espere Israel en el Señor

ahora y por siempre.

                                                        (Cfr. Padre Manuel Pascual, Retiro «Para tí es mi música»).

Si dejamos resonar este salmo en nuestro interior veremos que tiene algo de la parábola del hijo pródigo. Quizá antes soñaba con grandezas, ahora golpeado por acontecimientos terminó descubriendo la mano buena de Dios.

Pero, ¿qué es soñar con grandezas?

Nunca el problema humano será el de soñar mucho. Siempre nos quedaremos cortos. El Padre soñó lo más grande, nos soñó hijos en el Hijo. Nuestras grandezas son caricaturas, son balbuceos, son bosquejos…

‘Acallo y modero mis deseos’. No significa entonces anular. Dios sembró el corazón humano con deseos infinitos. Por eso hay que aprender a escucharlos, a dialogar con ellos.

Solo llegando al fondo y descubriendo qué deseamos, todos los demás deseos se pueden ordenar, jerarquizar.

Solo llegando al fondo y teniendo fe en las promesas de Dios, podemos tener confianza y paz.

Hay que hacer un acto de confianza como el del salmista. El alma en paz se abandona a Dios, sin inquietud ni ambición, no porque tenga ya todo, sino porque cree que Dios es fiel…

Algunas preguntas…

  • ¿Que desea mi corazón?
  • ¿Qué importancia le doy a los deseos que me habitan?

Volver a rezar con el Salmo 131, pidiendo la Gracia que necesito en este tiempo de Cuaresma…

 

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El-poder-de-los-deseos

Momento de meditación

Diego Fares sj

Una ayuda para contemplar

Hay un ejercicio al que San Ignacio nos hace dedicarle un día entero. Se titula “El llamamiento del Rey temporal ayuda a contemplar la vida del Rey Eternal (EE 91-100). Lo curioso es que recomienda hacer este ejercicio solo dos veces, una al levantarse y la otra antes de la cena. En medio queda todo el día para reflexionar… Nuestro padre pone aquí la nota para los tiempos libres durante los Ejercicios que dice: “mucho aprovecha leer algunos ratos en los libros de La imitación de Cristo, los Evangelios y la vida de santos (EE 100).

Ignacio le llama simplemente “ejercicio”, no aclara si es meditación o contemplación. Es un ejercicio que “ayuda a contemplar la vida de nuestro Rey eternal”, la vida de Jesús nuestro Señor. En qué consiste esta “ayuda para contemplar”? Ignacio no la define como si fuera una receta puntual. Lo que hace es narrar un “llamamiento”. Más aún: lo dramatiza mediante una comparación que interpela. Nos hace mirar primero cómo convoca un rey humano a una gran conquista y luego nos hace considerar lo que deben responder sus súbditos.

Este rey es reverenciado y obedecido por todos los cristianos. Es además muy abierto y humano. Llama a conquistar toda la tierra de infieles.  Es de los que comen, trabajan y duermen codo a codo con sus soldados y así como comparten los trabajos comparten también los frutos de la victoria.

En este punto, luego de mirar con admiración a un rey así, Ignacio nos hace mirar a sus súbditos y juzgar bien si aceptan o no aceptan el pedido de este rey a “venir con él”. Y carga las tintas sobre el hecho de que si alguno no aceptase este llamamiento, sería un “perverso caballero, digno de ser vituperado por todo el mundo”.

No ser sordos a lo que nos toca el corazón

El ejercicio apunta a despertar en todas sus resonancias la petición: “No ser sordo al llamamiento de Jesús. Ser uno que está listo para responder rápido y cumplir con diligencia la santísima voluntad del Señor”.

El ejercicio es para no ser sordo (ni hacerse el sordo) e Ignacio pone en escena una convocatoria de esas que no se pueden ignorar porque es una interpelación a lo que hay en nosotros de más noble: un llamado que nos toca el corazón. Es como cuando se hace un llamado a la solidaridad por una inundación o un terremoto, cuando se nos invita a una marcha contra la violencia… Cuando se nos convoca a una causa grande en la que está en juego el bien común uno siente que tiene que estar y que si no va o no participa es mala persona. Si no va es  cobarde o vago o indiferente… Digno de ser reprochado en todo caso.

Sentido de la lealtad y de la dignidad

Este ejercicio para despertar una respuesta incondicional, no es facil en el mundo de hoy. Nuestra cultura es individualista y se valora cada manera distinta de pensar, por lo cual resulta  es dificil imaginar una convocatoria o llamamiento que involucre a todos. Y menos si tiene tintes de guerra santa. Pero todos tenemos un sentido de la lealtad que es imitativo: cuando vemos que alguien se juega entero por los demás, nos sentimos “libremente movidos, atraídos”. Este es un sentimiento humano que no cambia, aunque cambien las motivaciones. Es el sentimiento del honor y de la vergüenza, el sentimiento de nuestra propia dignidad.

No responder con entusiasmo al llamamiento de un hijo, por ejemplo, que nos pide que participemos en algo que es el sueño de su vida, es una actitud vituperable. No ser solidario con las víctimas de algún desastre que nos toca de cerca, es ser vil. Lo dificil es que todos coincidamos en un mismo objeto, pero cada cual tiene su medida entre ser leal o no a un llamado que toca de cerca sus valores más hondos. Ignacio apela a ejercitarnos ahí donde entra en juego “jugarnos o borrarnos”. Escuchar bien y considerar si es nuestro momento o hacernos los sordos. Este es el punto en el que nos pone el ejercicio del llamamiento del rey temporal y que es necesario para “contemplar la vida del Rey eternal”.

Contemplar en clave de amistad

Por qué es necesario tener bien despierta esta “lealtad para escuchar llamados grandes de nuestros amigos”? Porques si la vida de Jesús no la contemplamos en esta clave -de un llamamiento de Alguien tan bueno y que lo da todo y nos quiere cerca suyo, como amigos leales, para ayudar al mundo-, si no escuchamos esto, no estamos contemplando la vida de Jesús. Porque la vida de Jesús es llamamiento a ir y estar con Él, contentos de poder trabajar a su lado, con la esperanza de la gloria futura. Cuando respondemos, “se nos complica maravillosamente la vida” como dice el Papa Francisco (EG 270).

Contemplar la vida del Señor será ir respondiendo afectivamente a cada uno de sus llamados. La vida de Jesús irá sanando nuestros afectos ahí donde sentimos que tenemos que hacer contra a nuestra sensualidad y amor propio porque no nos deja responder rápido y de corazón a lo que nos pide el que amamos, nuestro Amigo y Señor. Contemplar la vida de Jesús irá ampliando el horizonte de nuestros deseos, que a veces se quedan en un ámbito muy reducido de gustos y bienes particulares.

Para vivir de corazón

Con este primer ejercicio, Ignacio nos hace ver cuál es nuestro talante humano, cómo está nuestro sentido del honor y de la vergüenza, nuestra garra, nuestra capacidad de darnos enteros por una gran causa, de ser fieles a muerte a una relación interpersonal de amistad. Nos hace centrar en lo sagrado de la amistad y desear ser capaces de hacer cualquier sacrificio para honrarla.

Durante todo un día, Ignacio nos deja pensando y midiendo en nosotros este punto donde somos “fieles”, allí donde uno se siente digno o miserable según que haya actuado o no de corazón, no tanto por esta o aquella cualidad o debilidad moral sino por estar a la altura de un llamamiento grande.

“Apenas sentí que llamaban me ofrecí de corazón…” O… “Me llamaron y fui. Hubo un llamado pero yo no escuche bien. No fui. Me hice el sordo…”

Si me animo a pedir la gracia de no ser sordo, al contemplar la vida de Cristo algún llamado me tocará el corazón, porque cada instante de la vida de Jesús tiene un sabor eterno. Voy dispuesto a eso: a ser llamado. En esto consiste el ejercicio del llamamiento del Rey temporal.

Un paso más, de lo bueno a lo mejor

Una vez que hemos abierto el oído a este llamamiento a nuestro ser más noble, a nuestra libertad sencillamente entregada, Ignacio nos da otra clave para entrar a contemplar la vida de Cristo. Esta clave es la del “más”.

Al aplicar el ejemplo del llamamiento de un rey humano al de Cristo, Ignacio no lo aplica estrictamente sino que da un paso más. Entre los que escuchan el llamamiento de Jesús, e da una respuesta “razonable”: la de “ofrecer toda su persona al trabajo”. Pero con el Señor no basta una respuesta razonable. Su llamado suscita un deseo de ir más allá y de ofrecernos a estar en primera línea de trabajo, pobreza y humillaciones, con tal de estar más cerca del Rey que las pasó primero. El ofrecimiento es de “mayor calidad e importancia”: imitarlo en pasar todo lo que el pasó. Sólo si Él nos acepta, por supuesto, y si es para su mayor servicio y alabanza. Esto no es solo un ofrecimiento voluntario, sino también una clave para contemplar la vida de Jesús.

En este punto San Ignacio era particularmente incisivo. Tanto que inventó esa pregunta de si uno tenía “deseos de deseos”. Cuando plantea este deseo tan radical, de ofrecerse a padecer con Cristo, algunos nos asustamos. Como cuando uno ve las cosas que hicieron los santos y le resultan muy admirables pero no imitables. Ignacio pesca al vuelo la tentación de repliegue y nos tira un salvavidas: si sentís que no tenés deseos tan fuertes y definidos, al menos preguntate si te gustaría tenerlos, si desearías desear así. Aquí creo que uno adhiere. Porque los deseos son algo muy íntimo, algo que se identifica con nuestro ser más nuestro. Somos lo que deseamos. Desear deseos hermosos y fuertes es algo que atrae. Lo más triste en la vida es no desear, perder el deseo. Por eso, si uno contempla los gestos y las cosas que vivió el Señor y le pide tener deseos de desear imitarlo más y mejor, el Evangelio se le abrirá como una fuente de luz y de agua viva.

Todo lo que el Señor hace es “para invitarnos a desear más”. Invitarnos, digo, no imponernos nada. Cuando se lee el Evangelio en clave de ley, para ver qué es lo mínimo indispensable para “ganar la vida eterna” como dijo el joven rico, el evangelio nos deja más tristes que si no hubiéramos leído nada.

El evangelio se lee con deseo de deseos de más, abiertos a responder con todo al llamamiento concreto que el Señor haga.

El evangelio se lee deseando: cómo me gustaría poner la otra mejilla al que me  abofetea. Qué lindo sería que me naciera espontáneamente el caminar dos cuadras con el que me exige una. Qué bien me sentiría si pudiera darle la campera al que me pide un pullover sin pensarlo dos veces.

El evangelio se lee deseando sentir lo lindo que es dar las dos moneditas como la viuda.

El evangelio se lee deseando sentir es libertad que da romper de una vez el frasco de perfume caro, como María.

El evangelio se lee deseando tener ese deseo irresistible de venderlo todo para seguir a Jesús.

El evangelio se lee deseando tener ganas de encontrar a un necesitado para aproximarnos nosotros por nuestra cuenta en vez cruzarnos de vereda…

La clave para contemplar a Jesús, lo que su corazón muestra en su vida, no es nuestro sentido del deber sino nuestro sentido de la lealtad. Los deseos de deseos se cultivan sólo para los amigos. Uno desearía estar siempre bien y radiante para alegría de los que uno más quiere.

 

Momento de contemplación

Marta Irigoy

En el texto del P. Diego, leemos que:

Todo lo que el Señor hace es “para invitarnos a desear más”. Invitarnos, digo, no imponernos nada”

La clave para contemplar a Jesús, lo que su corazón muestra en su vida, no es nuestro sentido del deber sino nuestro sentido de la lealtad. Los deseos de deseos se cultivan sólo para los amigos…”

Y esto me ilumino para compartir estas palabras de hna Nurya Martínez-Gayol Fernández, aci, sobre los deseos…

La alegría, la alegría verdadera es una experiencia que tiene mucho qué ver, no sólo con la realización de los deseos, sino con su dilatación, con la posesión de deseos gigantes que tiran hacia delante de nuestras esperanzas, y llenan de vida nuestra espera.

El deseo lanza, conecta con nuestros anhelos, esperanzas y sueños… nos empuja hacia delante, pero no menos abraza lo que vamos dejando atrás. Los deseos se construyen y se sostienen también de memorias.

En esta aventura de acoger, reconocer, cuidar y potenciar los más verdaderos deseos, no estamos solos. Jesús  «viene con nosotros y maneja el timón», pero además hay otros hombres y mujeres que nos han precedido en esta tarea de desear, cuyas figuras emergen también en nuestro horizonte como guías y ejemplos.

El amor, fuente del deseo

Deseos gigantes que sólo el amor puede explicar. Es el amor el origen y es también el fin. Amor a Jesús  y a su proyecto. Pero no se trata tan sólo de pretender configurar nuestro deseo con el de Jesús, porque eso nos pondría simplemente ante un mero imperativo ético, con su peso de «deber » y obligación; y los deseos no funcionan así. Se trata más bien de descubrir que lo que, en verdad y en el fondo de mi ser es aquello que Dios ha deseado desde siempre para mí. Descubrir ese deseo que Él ha puesto en mí, su deseo que es ya mío y lo que más me consumará a su imagen, a imagen del amor, de su Amor. Ese amor que tan hermosamente describió Pablo en 1 Co 1.

Solo naciendo del amor y sostenidos por el amor, los deseos se fortalecen, resisten las dificultades, soportan con alegría los contratiempos y no se arrugan, sino que se dilatan más y más, incorporando el dolor, la carencia, el sufrimiento… como algo propio, que no los ensombrece, sino los ensancha y los fecunda…

Los deseos sólo crecen, se sostienen y se realizan cuando se conjugan en plural..

                                                                                                                                                                            Nurya Martines-Gayol, ACI, Sal Terrae Nº 98 (Octubre 2010) pásg. 832-838.

 

Algunas preguntas que pueden ayudar a la oración…

  • ¿Has pensado en que deseos mueven tu vida?
  • Al contemplar la vida de Jesús, ¿que deseos se encienden en tu corazón…?
  • ¿Qué personas han encendido tus deseos más profundos?

Para terminar, te invito a rezar esta oración:

Oración para encender los deseos

Concédeme el deseo de los Magos que de noche ven tu estrella,

para cruzar de ella agarrado cuando nada más se vea.

Concédeme el deseo de Simeón, esperándote a la puerta,

para soñar hasta el final, el cumplir de tu promesa.

Concédeme el deseo de San José que a tus proyectos les da vuelta,

para dejar en el amor, lo que no entra en la cabeza.

Concédeme el deseo de María que se entiende bien pequeña,

para decirte siempre sí, porque sí dice la sierva.

Concédeme el deseo de la mujer, que por detrás de ti se llega,

para tocar con fe tu manto y robarte así tu fuerza.

Concédeme el deseo del leproso que las barreras da por tierra,

para esperar de tu abrazo, el curarse de la lepra.

Concédeme el deseo de la viuda que se pone como ofrenda,

para ponerme como ella, en lugar de dar monedas.

Concédeme el deseo de aquel niño, que comparte su merienda,

para entregar de lo mío, porque otro también tenga.

Concédeme el deseo de la mujer que recoge, por debajo de tu mesa,

para con pocas migajas, entender que se hace fiesta.

 

Concédeme el deseo de aquel ciego del camino,

que logró que te detengas,

para ver en el amor, lo que el pecado siempre ciega.

 

Concédeme el deseo de Zaqueo que en su casa te acogiera,

para querer estar los dos y repasar juntos las cuentas.

Concédeme el deseo del buen ladrón, clavado a tu derecha,

para saberme ya en tu reino, porque tu amor de mí se acuerda.

Concédeme el deseo de José, el que nació en Arimatea,

para pedir tu cuerpo santo y esperar que en mi florezca.

Concédeme el deseo de tu Pueblo que humilde te confiesa,

para guardar en tus manos, lo que la misericordia sólo cierra.

Concédeme el deseo de tu Iglesia, que es madre, y más, maestra,

para que al soplo de tu Espíritu, oriente yo mi vela.

–JA-

 

 

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