Para que la santidad, que siempre es don del Espíritu, incida en el mundo de hoy, para «hacer resonar una vez más el llamado a la santidad», hay que «encarnarlo -dice Francisco- en el contexto actual, con sus riesgos, desafíos y oportunidades» (EG 2). Esto implica discernir las cosas que son esenciales e impostergables para ser santos de las cosas que no lo son.
Siguiendo el espíritu de los Ejercicios de San Ignacio, durante el año, iremos reflexionando acerca de algunas características de esta santidad encarnada en la vida cotidiana del cristiano común. Tendremos en cuenta estos riesgos, desafíos y oportunidades que el Papa nos pide que advirtamos.
En este primer encuentro meditaremos sobre algo básico a tener en cuenta a la hora desear y cultivar la santidad: nuestra creaturalidad. El mundo en que vivimos y nos movemos, en cuanto es una realidad que hemos creado nosotros con nuestra inteligencia y con nuestro trabajo, es un mundo en el cual somos -en mayor o menor medida- dueños. Producimos lo que queremos, hacemos funcionar las cosas, las manejamos… Esto va haciendo que se desdibuje en nosotros la experiencia de ser creaturas, de no ser dueños de nuestra existencia en cuanto tal. Y de alguna manera esta imagen puede haberse colado en un ideal de santidad que deberíamos «gestionar». No es así. La santidad es puro don de Dios y el mejor terreno para que arraigue es la tierra de nuestra creaturalidad, ese nivel donde experimentamos nuestra contingencia, nuestro ser gracias a Otro que nos está dando la vida, nuestro carácter relacional y no absoluto.
En los encuentros siguientes, si Dios quiere, iremos viendo otras características de la santidad. Como el tema está abierto, no planificamos todo de entrada. Sí podemos adelantar que, siguiendo como siempre la estructura de las cuatro semanas de los Ejercicios, tocaremos los grandes temas del pecado, del llamamiento, de la Encarnación, del combate espiritual, la indiferencia, la humildad, la elección del propio estado de vida y de la propia misión, la Cruz, la Resurrección y el crecimiento en el amor.
Estarán presentes desafíos tales como:
* Aprender sabiamente de nuestros errores, más que buscar el éxito a toda costa.
* Una santidad encarnada en la vida cotidiana, como fue la del Señor, especialmente durante su vida oculta.
* El llamado a buscar y hallar nuestro lugar propio de misión, nuestro carisma y nuestro lugar de servicio.
* El discernimiento y el combate espiritual, como algo ineludible en un camino de santidad.
* Una santidad concebida en términos de lo que más le agrada al Padre y no tanto en términos de «lo que se debe» hacer o de mi autorrealización, etc…
UNA SANTIDAD CREATURAL
Momento de reflexión
Diego Fares sj
Somos creados para la felicidad
«El hombre es creado…» dice Ignacio en el Principio y fundamento de sus Ejercicios.
Y el Papa Papa Francisco, al comienzo de «Alégrense y regocíjense», nos recuerda: «El Señor lo pide todo, y lo que ofrece es la verdadera vida, la felicidad para la cual fuimos creados» (GE 1).
La felicidad para la cual fuimos creados! La frase parece dar paso franco a la esperanza. Sin embargo no es tan así y no debemos pasar adelante como quien da por descontado que somos creados para la felicidad. Aunque nadie ande diciendo en voz alta por ahí «es mentira que estamos creados para la felicidad», gran parte de los «meta-mensajes» que vienen incluidos en los productos y en las propuestas que nos ofrece el mundo actual contienen una idea que podríamos formular así: no hay felicidad eterna, así que tratá de buscar la tuya, hoy. En lo posible sin quitarle nada a nadie. Lo cual, en la práctica, será difícil, ya que el tiempo y los bienes a disposición son limitados y tu cuota de felicidad entrará seguramente en conflicto con las de los que tenés al lado.
Eso de que «la felicidad es el fin del hombre» pareciera que ha dejado de ser una «verdad natural». La felicidad es algo así como un «mito», como un ideal, distinto para cada cultura y para cada persona y muy difícil de alcanzar. No hay que anularlo, porque sería como desinflar todo lo que mueve al mundo, comenzando por la propaganda que se basa en «compra esto que te hará feliz». Pero tampoco hay que hacerse muchas ilusiones. Es esta más o menos la mentalidad en la que nos movemos.
Por todo esto, conviene que nos detengamos, al comienzo de los encuentros de oración de este año, a reflexionar sobre la felicidad, porque puede que haya una especie de «taponamiento» en la idea misma que tenemos de ella y que sea ese prejuicio lo que hace que nos resulte hoy un tanto extraña otra palabra que está muy unida a la felicidad, la palabra «santidad».
Es idea mía o otro le pasa que cuando escucha la palabra «santidad», lo que le viene a la mente no es precisamente la idea de «felicidad», sino más bien la sensación de que la santidad no es algo para el tipo de vida en el que uno está metido hoy, el trabajo, los horarios, lo que se comenta en los medios…? Y si de alguna manera uno acepta que la felicidad y la santidad tienen que ver, en medio se meten ideas como «sacrificio», «ideal inalcanzable», «gracia que solo tienen algunos elegidos y no la gente común».
Lo que quiero decir es que uno no pone entre sus tareas del día algo así como «alcanzar la felicidad». A lo sumo pueda que uno meta en la agenda realizar alguna buena acción, tener un momento de oración y tratar de ser buena persona. Y sin embargo, no estaría mal ponerse como meta del día «hoy tengo que ser feliz». Me despertaría un poco a estar atento a cosas a las que en general no presto mi mejor atención». Armar una pequeña lista de «cosas que me hacen feliz» no estaría mal, no? Aparecen enseguida, levantando la mano como en la escuela, montones de pequeñas cosas que, en medio de la dureza de la vida, me hacen feliz. El aire fresco de la mañana, el sol en la calle, la sonrisa de los niños, la música en la radio, un mate, el mensajito de un amigo, un salmo de alabanza, la gente trabajando en lo suyo…
Apenas escribo esta lista me doy cuenta de que «tienen algo especial» estas cosas. Algo simple que no sabría definir. Si trato de pensar en cosas que «no me hacen feliz», pienso en el celular que no funciona porque se descargó y me pone ansioso tener que esperar a que se cargue para poder ver los mensajes… En cambio, si pienso en el día que está medio lluvioso y también «espero» que se despeje, siento que la expectativa es distinta a la del celular. Es una expectativa sin exigencias, esta que mira el tiempo…
A ver cómo suena la siguiente afirmación:
“La felicidad es como una mariposa -decía Henry Thoreau- , cuanto más la persigues, más te eludirá. Pero si vuelves tu atención a otras cosas, vendrá y suavemente se posará en tu hombro”. La imagen es clara y sirve para comunicar que la felicidad no es algo que se pueda «perseguir directamente».
Por qué? Porque aunque la sustantivemos, no es un objeto. La imagen de la mariposa es la de un ser libre. Y si en su fragilidad la agarrás entre tus dedos, la lastimás. No es algo que se pueda «poseer». Si puede en cambio «posarse» sobre ti.
La felicidad tiene que ver con el fin: uno experimenta felicidad cuando algo concluye bien, perfectamente. Entonces la alegría se expande sin temores ni amenazas. Es lo que sucede cuando termina un partido y uno ganó, cuando concluye un trabajo y uno ve que quedó bien hecho, cuando uno se recibe luego de años de estudio…
Hay también otro tipo de realidades de las que podemos decir que no «terminan» sino que son un fin en sí mismas, como una fiesta, por ejemplo. En ellas la felicidad se experimenta antes, al prepararlas, en el momento en que se viven y, luego, al recordarlas.
Estas dos reflexiones ayudan a ver que la felicidad es una especie de termómetro que permite de alguna manera «medir» o comprender el grado de dignidad que tiene una realidad. La felicidad que experimentan los padres al compartir la felicidad de un hijo, por ejemplo – el hecho de que sean felices con solo verlo feliz! -, es un índice de que están viviendo en un momento concreto algo que da sentido a toda una vida. En el Evangelio tenemos una escena así cuando el anciano Simeón toma en sus brazos al Niño Jesús y exclama: «Ahora Señor puedes dejar que tu servidor se vaya en paz! Porque mis ojos han visto tu salvación».
El Papa baja esta felicidad a los pequeños detalles de la vida cotidiana y cuenta una experiencia linda de Santa Teresita. Dice así: «La comunidad que preserva los pequeños detalles del amor[1], donde los miembros se cuidan unos a otros y constituyen un espacio abierto y evangelizador, es lugar de la presencia del Resucitado que la va santificando según el proyecto del Padre. A veces, por un don del amor del Señor, en medio de esos pequeños detalles se nos regalan consoladoras experiencias de Dios: «Una tarde de invierno estaba yo cumpliendo, como de costumbre, mi dulce tarea […]. De pronto, oí a lo lejos el sonido armonioso de un instrumento musical. Entonces me imaginé un salón muy bien iluminado, todo resplandeciente de ricos dorados; y en él, señoritas elegantemente vestidas, prodigándose mutuamente cumplidos y cortesías mundanas. Luego posé la mirada en la pobre enferma, a quien sostenía. En lugar de una melodía, escuchaba de vez en cuando sus gemidos lastimeros […]. No puedo expresar lo que pasó por mi alma. Lo único que sé es que el Señor la iluminó con los rayos de la verdad, los cuales sobrepasaban de tal modo el brillo tenebroso de las fiestas de la tierra, que no podía creer en mi felicidad[2]» (EG 145).
Francisco habla de «los santos de la puerta de al lado». Y de las bienaventuranzas – las «felicidades»- nos dice que «en ellas se dibuja el rostro del Maestro, que estamos llamados a transparentar en lo cotidiano de nuestras vidas» (EG 63). Es decir: el Papa nos abre los ojos a una santidad y a una felicidad de barrio, no de convento; a una santidad y felicidad que es cuestión de cara, de ojos buenos y de sonrisa amable y no de cara de vinagre.
Somos seres de encuentro
Basten estas reflexiones y ejemplos para centrarnos en lo que constituye el nivel más profundo de nuestra vida: somos seres de encuentro. Y en los encuentros con las realidades más altas y más ricas en dignidad – los encuentros con las personas con las que estamos unidos de manera definitiva e incondicional-, experimentamos el fin y el sentido de nuestra vida y, entonces sí, hallamos la felicidad.
Somos seres de encuentro: venimos del encuentro y estamos llamados al encuentro. Por eso, lo que debemos buscar es el encuentro, que es la causa de la felicidad. En medio de los encuentros verdaderos es donde surge y se expande lo que llamamos felicidad.
Eso sí, para que acontezca un encuentro hay condiciones. La primera es la apertura generosa del espíritu a ver con respeto cada realidad, en lo que es y está llamada a ser. Se trata de una mirada atenta, no posesiva, integradora. Mirada que se configura cuando uno toma la costumbre de contemplar obras de arte, por ejemplo, o la naturaleza…, es decir realidades ricas de vida y belleza y no superficiales. El arte nos enseña a ver las cosas en su «ambitalidad» y no como meros «objetos», de esos que se usan y descartan. Un piano, por ejemplo, cuando suena en las manos de alguien que ejecuta una sonata de Bach, es más que un «objeto», es parte integral de algo más grande: de un encuentro entre la pieza musical que soñó y escribió Bach, el pianista que la toca y nosotros que escuchamos.
Esta mirada nos lleva a ver la positividad interior de cada cosa, su esencia única que la hace ser tal desde sí misma y en el encuentro con las demás.
El encuentro, junto con esta mirada, tiene otra condición que hace al corazón, a la alegría que experimenta el corazón ante la presencia viva del otro con quien me encuentro. La mirada abarcadora ensancha el ámbito del encuentro, el corazón se «deja tocar, herir, por «un rayo del ser del otro», como dice Guardini. Este horizonte y esta profundidad «afectada» son dos condiciones para que se de un verdadero encuentro.
Podemos agregar otras «virtudes» o capacidades que hay que poner en juego para que haya encuentro: ser generosos, sinceros, cordiales, comunicativos, participativos. Estas virtudes crean encuentro porque nos hacen interactuar bien con los demás.
Así, debe quedar claro que solo en el encuentro podemos ser felices. No aislados -por más que tengamos todo lo que queramos para consumir-, no excluyendo a nadie, aunque parezca que a veces los otros son una carga y nos invaden.
Estas reflexiones han tenido por fin unir dos palabras «felicidad y encuentro».
La verdad de fe que dice que el Señor nos ha creado para la felicidad significa para nosotros, de ahora en más, que nos ha creado para el encuentro. Para el encuentro con Él, con los hombres nuestros hermanos y con todas las creaturas.
Estos encuentros se tejen unos con otros (o se destejen). No puede haber verdadero encuentro con Dios que no sea encuentro con los hermanos y este no puede darse si no es en un ámbito de respeto y de cuidado de la naturaleza.
Tres encuentros: con Dios, con el prójimo y con las demás especies del planeta
El encuentro con Dios
Transcribo este hermoso pasaje de Evangelii gaudium:
«Cuando Dios se dirige a Abraham le dice: ‹Yo soy Dios todopoderoso, camina en mi presencia y sé perfecto› (Gn 17,1). Para poder ser perfectos, como a él le agrada, necesitamos vivir humildemente en su presencia, envueltos en su gloria; nos hace falta caminar en unión con él reconociendo su amor constante en nuestras vidas.
Hay que perderle el miedo a esa presencia que solamente puede hacernos bien. Es el Padre que nos dio la vida y nos ama tanto. Una vez que lo aceptamos y dejamos de pensar nuestra existencia sin Él, desaparece la angustia de la soledad (como dice el el Sal 139,7: ‹A dónde huiré de tu presencia? Si subo al cielo allí estás Tú. Si bajo al abismo, allí te encuentro … y me das la mano›). Y si ya no ponemos distancias frente a Dios y vivimos en su presencia, podremos permitirle que examine nuestro corazón para ver si va por el camino correcto (cf. Sal 139,23-24).
Así conoceremos la voluntad agradable y perfecta del Señor (cf. Rm 12,1-2) y dejaremos que él nos moldee como un alfarero (cf. Is 29,16).
Hemos dicho tantas veces que Dios habita en nosotros, pero es mejor decir que nosotros habitamos en él, que él nos permite vivir en su luz y en su amor. Él es nuestro templo: lo que busco es habitar en la casa del Señor todos los días de mi vida (cf. Sal 27,4). ‹Vale más un día en tus atrios que mil en mi casa› (Sal 84,11). En él somos santificados» (EG 51).
Estamos siendo moldeados
Ser creados, nosotros, no solo yo, implica entre otras cosas «ser moldeados», como una vasija en manos de su alfarero, que la moldea según la parece bien, en cuanto es posible teniendo en cuenta la resistencia de la arcilla a la presión de sus dedos.
Este ser «moldeables» es algo permanente, constitutivo. No se trata de que hayamos sido creados al comienzo de nuestra vida y ahora ya no. No es así. Estamos siendo creados y moldeados cada día, a cada momento. Creados y recreados.
Además, tengamos en cuenta que ser moldeados no nos desmerece. El Señor mismo, siendo Dios, nos dice que El hace todo lo que le complace al Padre. Hay un dejarse moldear que es enteramente libre y no es signo de sumisión sino del mayor amor y la total confianza en el Otro.
Habitamos en Él
La imagen de «habitar en Él» es también muy significativa. Si la imagen de ser moldeados toca a nuestra forma interior, a nuestros deseos, a lo que sentimos y pensamos, la imagen de «habitar» hace a nuestro espacio exterior, a nuestro ámbito vital. Vivimos en Otro. Pero no como quien vive en casa ajena o en un hotel de paso, sino como quien habita en casa propia: la casa del Padre que nos dio la vida. Reconocer este habitar ensancha nuestra alma. El mundo es casa y las otras creaturas son hermanos y hermanas, como gustaba llamar Francisco a todas las cosas: «hermano sol, hermana luna…».
El Papa dice que mejor que decir que Dios habita en nosotros es decir que nosotros habitamos en Él. Habitamos «en su luz y en su amor», habitamos en ese espacio de encuentro entre el Padre y Jesús, el Hijo predilecto, Espacio de Encuentro que es Espíritu Santo. Ellos también «inhabitan» el uno en el otro y no pierden nada de sí viviendo juntos y en común!
El término habitar permite esta relación de ida y vuelta. Uno habita en su casa pero también se puede decir que la casa habita en uno, ya que el dueño de casa tiene su manera de caminar y usar los espacios que es totalmente distinta a la de un extraño, que tropieza con las cosas.
Habitar nos recuerda que somos seres que viven no solo en el espacio físico sino, principalmente, en el espacio espiritual de nuestra cultura: habitamos nuestra lengua y nuestra música tanto como nuestro paisaje, nuestra comida y nuestros aromas tanto como las calles que pisan nuestros pies. Habitamos también nuestro espacio político, el que nuestras costumbres y códigos y leyes nos hacen comportarnos socialmente, relacionarnos de manera justa. Y nuestra fe, nuestras creencias. Son todos «ámbitos» en los que habitamos, porque nuestro «ser» es siempre encarnado, situado culturalmente. Habitamos nuestra historia. Al estar en un lugar, al caminar, no estamos «puntualmente»: estamos con memoria del camino recorrido y mirando hacia adelante, soñando abrir caminos y espacios mejores para que habiten nuestros hijos.
Caminando en su presencia
Ser creatura es caminar. No somos seres instalados, quietos, ya formados. Nos vamos haciendo. El Señor nos crea en movimiento, nos va formando, como la vasija en las manos del Alfarero: nuestra vida toma forma en el tiempo. Lo que somos se va revelando poco a poco.
Este caminar no es externo solamente. Nuestro crecer, nuestro ir desarrollándonos es un modo de caminar interno: Lo que somos se va desarrollando interior y exteriormente.
Nuestro «ser creatural» se expresa en el dinamismo propio de cada nivel de nuestro ser. Si miramos el dinamismo del placer, por ejemplo, vemos que sigue un trazado de «necesidad de recompensa» para sobrevivir. Sin estos plus gratuitos no se motivan nuestras neuronas y no liberan energía al resto de las células. Lo que sucede en el interior de nuestro funcionamiento corporal se replica también en el cuerpo social. Si los bienes solo llegan a algunos, los otros seres humanos se van apagando. Y si se apagan muchos, los pocos que gozan también terminarán apagándose. Por supuesto que en lo que dura una vida individual, puede que no, y puede darse que algunos la pasen bien mientras el titanic se hunde. Pero no es el caso!
Encuentro con los hermanos
En unión con todo el pueblo
El encuentro con Dios es al mismo tiempo encuentro con todos nuestros hermanos.
Dice el Papa Francisco tomando palabras del Concilio Vaticano II: «El Espíritu Santo derrama santidad por todas partes, en el santo pueblo fiel de Dios, porque «fue voluntad de Dios el santificar y salvar a los hombres, no aisladamente, sin conexión alguna de unos con otros, sino constituyendo un pueblo, que le confesara en verdad y le sirviera santamente[3]» (EG 6).
E inmediatamente nos regala el Papa sus imágenes preferidas de santidad, en las que se la ve brotar de diversos modos de encuentro: «Me gusta ver la santidad en el pueblo de Dios paciente: a los padres que crían con tanto amor a sus hijos, en esos hombres y mujeres que trabajan para llevar el pan a su casa, en los enfermos, en las religiosas ancianas que siguen sonriendo. En esta constancia para seguir adelante día a día, veo la santidad de la Iglesia militante. Esa es muchas veces la santidad «de la puerta de al lado», de aquellos que viven cerca de nosotros y son un reflejo de la presencia de Dios, o, para usar otra expresión, «la clase media de la santidad[4]» (EG 7).
El encuentro con los más necesitados, en primer lugar
Dice también Francisco: «Cuando encuentro a una persona durmiendo a la intemperie, en una noche fría, puedo sentir que ese bulto es un imprevisto que me interrumpe, un delincuente ocioso, un estorbo en mi camino, un aguijón molesto para mi conciencia, un problema que deben resolver los políticos, y quizá hasta una basura que ensucia el espacio público. O puedo reaccionar desde la fe y la caridad, y reconocer en él a un ser humano con mi misma dignidad, a una creatura infinitamente amada por el Padre, a una imagen de Dios, a un hermano redimido por Jesucristo. ¡Eso es ser cristianos! ¿O acaso puede entenderse la santidad al margen de este reconocimiento vivo de la dignidad de todo ser humano[5]? (GE 58).
Puede hacer bien pensar la «santidad», que en general se sitúa a nivel moral y religioso, situándola a nivel «físico», de supervivencia de la especie. Si paso de largo ante esa creatura infinitamente amada por el Padre, paso de largo ante mi mismo, ante mi «ser social» que siente placer -genera vida- solo en el encuentro con ese igual. Encuentro que es de misericordia, dada su situación, pero para que luego que esa persona se restaure pueda generar encuentros de otro tipo -de amistad, de trabajo en común- que serán positivos para nuestra humanidad.
Suprimir el placer que genera la misericordia es suprimir el placer que brota del bien de la especie, del bien de la comunidad.
Encuentro con el planeta: aprender de las otras especies
Para profundizar un poco más en lo que implica ser «seres de encuentro», puede ayudarnos tomar como ejemplo a los animales. Los animales, de alguna manera son seres «ya encontrados» en el sentido de que no existe en ellos la posibilidad del individualismo: todo en ellos se orienta a su especie.
Nosotros, en cambio, constantemente «nos tenemos que encontrar». Debemos optar por hacerlo y es verdad que podemos optar por el aislamiento, hasta cierto punto. Se nos regala el que podamos ser libremente lo que somos naturalmente: seres de encuentro. Nos es dado que el encuentro sea libre, con las personas que queramos y que elijamos.
Una bandada de pájaros de esas que crean dibujos en el cielo que nunca dejan de asombrarnos, son seres ya encontrados. No es que tengan que planear volar así: son así, y al volar jugando a juntarse y separarse expresan su ser, que no es individual sino comunitario. A nosotros nos causa admiración porque nos revela lo que podríamos hacer si trabajáramos solidariamente y también nos hacen sentir lo difícil que es para nosotros eso que para ellos resulta espontáneo y natural.
Nosotros tenemos esta «particularidad»: la de que nuestros encuentros sean autoplanificados libremente. Pero no somos menos creaturas por ello, ya que no nos damos la existencia. Como especie, no somos más que otra especie. Este es el punto que quiero tratar aquí.
Se nos ha dicho que somos «los reyes de la creación», que somos el centro del universo. Yo diría que es hora sacarnos la corona y de bajarnos del pedestal. Tenemos mucho trabajo que hacer para hacer honor a la especie que somos. Lo que a los demás se les regaló de manera ya determinada, a nosotros se nos regala para que lo hagamos libremente -la armonía con todos los seres de nuestra misma especie y con el resto del planeta-. Pero eso no nos da privilegios sino, por el contrario, una pesada responsabilidad: la de no arruinar el planeta, en primer lugar. Tarea en la que estamos fracasando de manera dramáticamente espantosa. Al mismo tiempo, y en primer lugar, ya que esto sí depende enteramente de nosotros, en cuanto que todo nuevo ser humano nace del encuentro de sus padres en un pueblo concreto, tenemos la responsabilidad de cuidar a las futuras generaciones, de sobrevivir como especie humana en cada raza y en cada continente. Tarea que también estamos realizando de manera egoísta y miope, cuando no salvajemente cruel.
Es necesaria hoy una verdadera santidad creatural, cuya característica principal consiste en la humildad. Hace falta una santidad capaz de bajar al humus del que estamos formados y reconocer que como especie, si no cumplimos nuestro fin social y solo buscamos fines particulares, no somos cualitativamente más sino mucho menos! que una tropilla de caballos, una manada de ballenas, un enjambre de abejas o una bandada de aves.
Hasta ahora, como especie, estamos muy por debajo del índice de cualidad de las demás. Y no porque la mayoría de los seres humanos no estén dando su vida por la humanidad, sino porque una minoría desnaturaliza los esfuerzos comunes utilizando los recursos para fines particulares.
No estamos realizando el fin social que nos es propio! Aunque hagamos progresos increíbles a nivel de grupos particulares. Un avance sin conciencia social es un retroceso, porque genera violencia! Cómo es que no comprendemos esta verdad tan simple?
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Al comenzar el tiempo de la cuaresma, nos hace bien recordar que somos creaturas. La imagen de la ceniza nos hace experimentar que nuestra «consistencia» está en ponernos con todo nuestro amor en las manos del Hacedor, para que nos moldee con sabiduría y amor, para que nos hospede en su Casa, nos acompañe por el camino y nos haga gustar la plenitud del bien de todo nuestro pueblo y la amabilidad de toda la naturaleza que humildemente ha sido puesta a nuestro servicio, para que la usemos bien.
[1] Especialmente recuerdo las tres palabras clave «permiso, gracias, perdón», porque «las palabras adecuadas, dichas en el momento justo, protegen y alimentan el amor día tras día»: Exhort. ap. postsin. Amoris laetitia (19 marzo 2016), 133: AAS 108 (2016), 363.
[2] Sta. Teresa de Lisieux, Manuscrito C, 29v-30r.
[3] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 9.
[4] Cf. Joseph Malègue, Pierres es. Les classes moyennes du Salut, París 1958.
[5] Recordemos la reacción del buen samaritano ante el hombre que unos bandidos dejaron medio muerto al borde del camino (cf. Lc 10,30-37).
Momento para Contemplar
Marta Irigoy
En este nuevo año, estaremos rezando en torno a la Santidad, siguiendo: Evangelii Gaudium, Laudato Si y especialmente la Exhortación Apostólica Gaudete et Exsultate, «sobre el llamado a la santidad en el mundo actual».
Siguiendo algunas “pistas” de lo que escribe el P. Diego, me parece muy significativo este párrafo:
“La santidad es puro don de Dios y el mejor terreno para que arraigue es la tierra de nuestra creaturalidad, es ese nivel donde experimentamos nuestra contingencia –nuestra pequeñez (agrego yo)-, nuestro ser gracias a Otro que nos está dando la vida, nuestro carácter relacional y no absoluto.
Armar una pequeña lista de «cosas que me hacen feliz» no estaría mal, no?
Aparecen enseguida, levantando la mano como en la escuela, montones de pequeñas cosas que, en medio de la dureza de la vida, me hacen feliz:
- El aire fresco de la mañana,
- el sol en la calle,
- la sonrisa de los niños,
- la música en la radio,
- un mate,
- el mensajito de un amigo,
- un salmo de alabanza,
- la gente trabajando en lo suyo…
En este espacio puedes escribir aquellas cosas que te conectan con ese lugar interior que te llena de paz, consuelo y esperanza…
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Luego de escribir aquellas cosas que llenan de Felicidad tu vida, es bueno recordar lo que San Ignacio aconseja al comenzar cada momento de oración: “Considerar la Mirada de Señor sobre nuestra vida”…
Imaginar la Mirada llena de ternura, que me creo por amor…
Imaginar la Mirada llena de Misericordia, que me conoce y sabe lo que habita mi corazón en este tiempo…
Imaginar la Mirada del Señor que nos levanta del borde del camino…
¿Qué Mirada estas necesitando en el comienzo de esta Cuaresma?
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Para terminar este momento contemplativo, rezar este hermoso texto del Cardenal Henry Newman:
«Sea quien seas Dios se fija en ti de modo personal, te llama por tu nombre, te ve y te comprende tal como te hizo, sabe lo que hay en ti. Conoce todos los pensamientos y sentimientos que te son propios. Todas tus disposiciones y gustos, tu fuerza y tu debilidad. Te ve en tus días de alegrías y también en los de tristezas. Se solidariza con tus esperanzas y tentaciones, se interesa por todas tus ansiedades y recuerdos, por todos los altibajos de tu espíritu.
Él te rodea con sus cuidados y te lleva en sus brazos, Él ve tu auténtico semblante ya esté sonriente o cubierto de lágrimas, sano o enfermo. El vigila con ternura tus manos y tus pies. El oye tu voz, el latido de tu corazón y hasta tu respiración. Tú no te amas a ti mismo más de lo que Él te ama»
Para en Todo Amar y Servir.