Momento de reflexión
Diego Fares sj
El imaginario sobre el mal [1]
El lenguaje que usa San Ignacio en sus Ejercicios Espirituales nos presenta algunas dificultades y siempre requiere alguna adaptación. La imagen del rey (en la meditación del “Llamamiento del rey temporal que ayuda a contemplar la vida del Rey eternal” (EE 91 s.), por poner un ejemplo, es hoy una imagen desgastada culturalmente. Es difícil encontrar un modelo de persona a la que se le pueda ofrecer un seguimiento y un servicio que impliquen una entrega total y una lealtad incondicional como la que los vasallos ofrecían a su rey. Tengamos en cuenta que el rey era uno que luchaba codo a codo con sus caballeros y soldados, convivía con ellos en el campamento e iba al frente en la batalla. Un rey que decía a sus compañeros: “El que quisiere venir conmigo ha de estar contento de comer como yo, y así de beber y vestir, etc., y ha de trabajar conmigo en el día y vigilar en la noche…” (EE 93).
En las meditaciones sobre el pecado tal como las presenta Ignacio también encontramos un desfasaje con el lenguaje y las imágenes. La imagen del alma encerrada en este cuerpo corruptible (EE 47) o las imágenes del infierno – oír con las orejas llantos, alaridos, voces, blasfemias (de los condenados en el infierno) contra Cristo nuestro Señor; oler con el olfato azufre y cosas pútridas; gustar con el gusto el verme de la conciencia; sentir con el tacto los fuegos que tocan y abrasan las almas… (EE 66-70)- son imágenes que nos parecen de otra época y al escucharlas las ponemos entre paréntesis. Sin embargo eran imágenes muy vivas que tocaban la sensibilidad de la gente de aquella época!
Con el desgaste de la imagen desaparece el valor que expresaban
El problema de fondo está en que con el desgaste de las imágenes desaparece la realidad que significan. Con el desprestigio de la imagen del rey, por ejemplo, desaparece el valor que tienen un seguimiento incondicional y una lealtad de ida y vuelta a toda prueba. Con el desgaste de las imágenes sensibles del diablo y del infierno desaparece el sentido del pecado como algo detestable porque nos trae la muerte eterna.
Cuando una cultura crea un mundo de imágenes para pintar realidades -bellas o amenazantes- es porque siente y vive esas realidades. Nuestros miedos actuales, por ejemplo los expresamos en las series con zombis, catástrofes naturales y pandemias que se han vuelto populares en los últimos años. Reflejan -con mayor o menor arte- las realidades que nos afectan.
Imaginario con “mitos de baja intensidad”
El punto es que al desgastarse un imaginario -como puede ser el imaginario medieval y barroco sobre el mal- no lo cambiemos por otro con imágenes de “baja intensidad”, que dejan sin expresión muchos valores que las otras imágenes, más poderosas, encarnaban. La lealtad entre amigos no tiene que estar necesariamente encarnada en la imagen de un rey y su vasallo, pero la imagen de dos deportistas que son leales al equipo viene en el envase de una lucha menor, una lucha deportiva en la que uno no se juega la vida. La imagen expresa la lealtad usando una expresión que cualitativamente tiene menor intensidad. El horror al mal puede usar imágenes de infiernos (mal eterno, en el que la idea de eternidad está desgastada) o zombis (mal planetario pero pasajero), pero lo que las imágenes que usemos no pueden es hacernos perder el sentido profundo de que el mal mayor es fruto de una libertad y no algo meramente físico y externo.
Esta consideración nos permite dar un paso adelante en el problema del imaginario sobre el mal. Veamos si logro expresarlo con ejemplos. Hoy nadie se asusta ni siente repulsión con la imagen antigua o medieval del demonio. Pero las imágenes de los zombis sí que nos dan repulsión y temor. Sin embargo, si uno analiza bien, los zombis se mueven desarticuladamente, solo te contagian si te muerden y cuando se les golpea en la cabeza, mueren. Son muy desagradables y cuantitativamente peligrosos pero en sí mismos, uno por uno, son tontos y débiles. En cambio la imagen de maldad que encarnaba el diablo era la de un ser mucho más peligroso y digno de temor; un ser inteligente y libre, capaz de engañar tomando otra apariencia (los zombis se ve de lejos que son feos y malos). Más allá de que “no creamos” ni en diablos ni en zombis, lo que cada imagen transmite tiene distinta densidad.
Incluso la imagen del coronavirus, que hoy nos causa tanto miedo, tiene características dignas de temor, como su capacidad de contagiarse, de replicarse y de apoderarse de nuestras células para vivir, pero no dejan de ser características materiales que suscitan un temor limitado.
Discernir los males verdaderamente malos
Se ve adonde queremos llegar: las imágenes que usamos para exorcizar los males deben apuntar a los males más malos, no a cualquier mal. No puede ser que le temamos más a un virus que nos puede enfermar el cuerpo – e incluso matar físicamente- que a un “disvalor” que nos puede volver inhumanos, como son el egoísmo, la avidez, la agresividad o el anestesiamiento. Una sociedad que no discierne los bienes y los males verdaderos y que, al no discernirlos, no los jerarquiza, es una sociedad que ha contraído un virus de muerte y corrupción en su raíz cultural.
Anestesia de la indiferencia
Le tenemos pánico a un virus que ha matado 37.829 personas en tres meses y no sentimos nada – estamos anestesiados – ante la cifra de los 18.000 niños que mueren de desnutrición en un solo día!
Nos aterra ver cómo crece cada día el número de contagiados en el mundo. Hoy el mapa del covid-19 dice que son 189.796 en US Y 105.792 en Italia, 1.054 en Argentina (y todos subiendo). Sin embargo no nos estremece que el campo de refugiados de Dadaab (Kenia) -formado por tres campos -Hagadera, Dagahely e Ifo) vivan hacinados 245.126 personas, en su mayoría somalíes. Y que el campo de Dollo Ado (Etiopía) tenga 212.023 personas y mueran 10 niños cada día -900 en estos tres meses, 3.550 desde la fecha de esta estadística, que es del año pasado.
Como el hambre no es contagioso y a los refugiados se los puede encerrar en estos lugares, no nos causan temor (ni nada nos causan, ni siquiera sabemos de la existencia de estos campos). Solo nos da miedo cuando vemos algunos miles en gomones que se aproximan a la costa.
La desjerarquización de los males: el mayor mal de nuestro tiempo
Las estadísticas y las imágenes nos presentan como dignos de terror algunos males pero desjerarquizan el mal, le quitan su esencia, su grado cualitativo de daño. Este es quizás el mayor mal de nuestro tiempo: la pérdida de sentido del mal, la perdida de sentido del pecado.
El pecado es la acción mala concreta (física, sicológica, espiritual y social) que cometo yo libre y conscientemente y que me afecta a mí y a toda la comunidad en todos estos niveles. El sentido de la jerarquía es clave a la hora de combatir el mal.
En estos últimos tiempos hemos ido tomando conciencia de los pecados contra la humanidad: los genocidios, los pecados de lesa humanidad, los crímenes de guerra, los pecados de agresión. El Papa quiere que se agregue el “ecocidio”, todo lo que daña el planeta y -a la corta o a la larga-, nos afecta a todos.
Un comienzo de jerarquización que se había perdido
Con el coronavirus el mal a nivel planetario ha dejado de ser una idea de los de Greenpeace, un documento papal o un videíto de YouTube y se nos ha convertido en una experiencia dolorosa concreta y común. El imaginario se ha despertado pintando el virus en toda su fealdad. Imágenes de médicos y enfermeras vestidos de astronautas, que antes nos habían hecho sentir que eran de ciencia ficción o para ir a una aldea del áfrica a tratar el ébola o entrar en Chernobyl, hoy son imágenes de la enfermera conocida del barrio o el médico de la familia, que nos manda un mensajito desde el hospital en el que trabaja 13 horas por día.
La imagen de gente que muere de hambre encerrada no es la del campo de refugiados de Dadaab, sino la del asilo de ancianos vecino. En Bérgamo en 20 días murieron 600 ancianos en los asilos y centros diurnos luego de que entre 2.000 y 5.000 empleados se ausentaron por enfermedad y dejaron a los viejos sin atención ni comida, en uno por dos días.
Ahora bien, el imaginario del virus destaca algunos aspectos del mal: la relación entre la enfermedad de uno y la del resto, el contagio, la circulación asintomática, los medios extraordinarios que se requieren para contenerlo: cuarentena, cierre de aeropuertos, hospitales enteros a disposición… Pero lo importante es que ha entrado en juego otra relación importante para juzgar el mal: la de la libertad humana en relación con la naturaleza. Esta es una de las claves en las que se mostrará si aprendimos la lección de lo que una “pequeña” irresponsabilidad cuesta, de lo que un acto de soberbia en el manejo irrespetuoso de la realidad cuesta. Lo que cuestan las mentiras, decía el científico de Chernobyl, al hablar de cómo el estado había ocultado los peligros que podía ocasionar usar recursos más baratos en la construcción de los reactores nucleares.
Está desdibujado el «sentido cualitativo del pecado».
Por qué se desjerarquiza y desdibuja el sentido del mal? Una clave está, creo, en no tener en cuenta el aspecto cualitativo. Solo pensamos cuantitativamente: lo más malo es lo que se puede replicar y contagiar a más gente.
Pero esto es así por un motivo más profundo: porque también al bien lo pensamos cuantitativamente: lo que puede aumentar, como el dinero o la velocidad de los aparatos, lo que podemos consumir: más cosas, más espectáculos, placeres más repetidos e intensos…
Pero el bien no solo es cuantitativo sino que puede crecer infinitamente en calidad: se puede amar más gratuita, desinteresada y creativamente cada día a los que amamos. Se puede amar a cada ser y a cada persona de acuerdo a lo que es, y esto dilata y hace crecer nuestro corazón al mismo tiempo.
El amor nos hace “hacernos” y transformarnos a imagen y semejanza de los que amamos.
El que ama la naturaleza expande su alma como se expande un paisaje, un bosque o una galaxia.
El que ama el mundo animal se enriquece con la vida que se ha especializado en algo en cada especie y lo desarrolla comunitariamente.
El que ama una cultura puede amar otras y experimentar la riqueza infinita de cada lengua y de cada pueblo, con sus comidas, ritos, músicas, artes y religiones.
El que ama a Dios va haciendo su corazón semejante al Suyo, creciendo en compasión y en sabiduría, teórica y práctica.
También el mal tiene distinto grado cualitativo.
Un solo acto de maldad libre es infinitamente más malo y dañino que todos los males “materiales” del mundo.
La opresión de un poderoso a un débil por pura maldad es infinitamente más mala que un terremoto.
Un abuso a un niño inocente es más devastador que un tsunami.
Una calumnia esparcida por los medios es peor que una pandemia… Y así.
Si pudiéramos graficar como se grafica el contagio cuantitativo del virus el contagio cualitativo que cada acto deliberadamente malo causa en el alma de otra persona y cómo esto repercute luego en su vida quedaríamos tan espantados como Santa Teresa cuando Dios le mostró por un instante el infierno.
El problema del mal no está en la maldad del mal sino en la desjerarquización del bien
Por eso hay que tomar conciencia de que el problema del mal no está en el mal, sino en el bien. En el bien mal hecho o hecho a medias. No es cuestión de encontrar imágenes de males cualitativos, como puede ser el de un Ser que haga el mal libremente por pura maldad, como es el demonio y que sea capaz de tentarnos a hacer lo mismo y de contagiarnos su maldad. Vemos lo que sucedió exagerando el miedo al demonio y con el intento de poner contenciones al mal con prohibiciones, preceptos y castigos. Sucedió que se exageró de más y la imagen del diablo terminó por resultar ridícula. Sucedió que se exageraron algunos pecados y se olvidaron otros y cuando cambió la sociedad perdió autoridad la lista de pecados. Hoy se hacen nuevas listas y ayuda poner, por ejemplo, el “ecocidio” entre los pecados contra la humanidad (el genocidio, los crímenes de lesa humanidad, de guerra y de agresión)[2]. Pero no basta. El mal cualitativo pierde consistencia en nuestra conciencia y en nuestra manera de pensar social cuando se fragmenta el bien, cuando se desdibuja el Bien Mayor, el Amor y la Misericordia de un Dios personal.
Si no hay un Bien así de grande -grande como para tener un Corazón de Padre, grande como para ser un Amigo fiel capaz de dar su vida por sus amigos como Jesús, grande como para insuflar su Espíritu a todos los pueblos, como es el Espíritu Santo- si no existen Bienes así, personales, cualitativamente hermosos e incondicionales, ningún mal será suficientemente grande como para hacernos cambiar. Solo el deseo de poseer un Bien tan grande y el temor de perderlo puede despertar la conciencia de lo malo que puede ser el mal libremente cometido por pequeño que sea.
La tesis, por tanto, es que el mal está fragmentado porque está fragmentado el bien: porque en el paradigma actual no están bien gustados ni bien formulados ni el Bien Absoluto, ni el bien más interior del corazón -la libertad-, ni el bien común de todas las personas y de la creación.
Ignacio jerarquiza el bien y así contextualiza el mal
El esquema de Ignacio en los Ejercicios con los pasos que nos va haciendo dar, ayuda a reconstruir el bien en su integridad y esto hace que se vaya viendo que el bien tiene que ser “integral” y que el mal se da por cualquier deficiencia, pequeña o grande, porque el bien está interconectado.
No corresponde aquí analizar toda la estructura de los Ejercicios, sino que notaremos algunos puntos clave que nos indican cómo la jerarquización del Bien es la clave para discernir el mal.
El bien mayor la libertad que elige el bien
Los ejercicios giran en torno a nuestro bien mayor que es “buscar y hallar y elegir el bien concreto que nos pone en sintonía -de adoración y servicio- con nuestro Bien sumo, con Dios nuestro Señor”.
Lo que atenta contra esta “elección de vida” será lo más malo.
Ahora bien, lo que más se opone a que cada uno busque y encuentre, elija y siga su vocación, su manera personal y carismática de realizar el bien en su vida, no serán males anónimos ni meras debilidades, sino la “dañada intención y crecida malicia” del demonio (EE 325 y 331).
El mayor bien para un ser libre es otro ser libre que lo quiera y ayude. Y el mayor mal, no son “cosas” o debilidades, sino otra libertad que se le oponga y le quiera hacer “daño”.
Siguiendo la pista de los daños que causa el pecado se puede llegar a la imagen del Bien precioso que tiene Ignacio en el corazón y que expresa a su modo, con un imaginario en el que juicios y castigos no son sino modos de ayudarnos a aborrecer el mal y lanzarlo.
El mayor daño: pasar de gracia a malicia
El primer daño es el que el pecado causó a los ángeles y que consistió en que convirtieron de gracia en malicia. “Habiendo sido creados en gracia, no queriéndose ayudar con su libertad para hacer reverencia y obediencia a su Creador y Señor, viniendo en soberbia, fueron convertidos de gracia en malicia y lanzados del cielo al infierno” (EE 50). Esta dimensión es la más honda del pecado: el pecado ataca nuestra libertad. Al bien impagable de “haber sido creados en gracia” -gratuita y gozosa es la experiencia de estar recibiendo el don de la vida!- se le agrega otro bien mayor aún: el de poder “ayudarnos con la libertad” a alabar, hacer reverencia y servir amorosamente a nuestro Creador y Señor (Principio y Fundamento). El pecado nos roba este bien tan personal de poder dar libremente nuestro amor. El daño es pasar de vivir en la gracia a vivir en la malicia. La libertad usada con malicia es el mayor mal, es un mal que corroe desde lo íntimo, un mal que se alimenta con el don bueno y lo corrompe. Ser infectados en el núcleo mismo de nuestro ser creatural es el daño más terrible porque es un daño que nos autoinfligimos. Si a algo hay que temer es a esta “conversión negativa”, de gracia en malicia. Los ángeles, como su libertad era absoluta, en un solo acto se pudieron convertir en demonios. A nosotros nos lleva más tiempo, pero la contaminación del virus de la soberbia es la misma que en los ángeles.
La soberbia dañina del paradigma tecnocrático
Nosotros tenemos nuestra libertad condicionada (gracias a Dios) por mil circunstancias que nos atan a nuestra corporalidad, a nuestra temporalidad, a nuestro entorno. Sin embargo, hoy en día, la tecnología nos da algunos seres humanos la posibilidad de realizar actos que tienen algo de absoluto, especialmente en lo que hace a poder destruir el planeta y causar daños masivos a los demás. En ese sentido los pecados de soberbia “tecnológica, tecnocrática y tecnoeconómica”- qué tan a fondo analiza el capítulo III de Laudato si– son un reflejo de la soberbia angélica, que con un solo acto de “no adoración” desató el infierno. Esta soberbia actúa en general escondida o en cámara lenta, pero hay momentos en que la vemos en toda su magnitud, como cuando ocurre la soberbia humana produce un desastre nuclear o produce cambios climáticos que amenazan la vida del planeta. También la vemos hoy en slogans que aparecen, como el de “con mi cuerpo hago lo que quiero”. El bien de la libertad es para ser protagonistas de nuestro propio bien, no para ser protagonistas de nuestro mal.
La vergüenza como signo de no estar dañado por la corrupción
Frente al pecado, Ignacio nos hace “pedir la gracia de sentir vergüenza y confusión de mí mismo” (EE 48). Allí donde no sentimos vergüenza del mal una de dos o no es un mal tan grande o nos hemos corrompido. Por eso la importancia de presentar bien el Bien. A mi me ayuda ponerme ante actos muy pequeños, como dar una limosna que alegra a un niño pequeño que pide en el subte. Es un gesto que puedo hacer libremente, sin que me cueste ningún esfuerzo heroico. Una cosa es si no di por desatención o apuro. Otra cosa es si libremente no lo hago y luego, en vez de avergonzarme para la próxima oportunidad, me justifico y lo adopto como actitud -yo no doy limosnas-. Esto es señal de que me he corrompido. No estoy hablando de avergonzarnos de pecados que socialmente hoy no son vergonzosos como antes, sino de empezar con pecados que van contra el uso en gracia de mi libertad.
La vergüenza y confusión, decía el Papa en Santa Marta, son gracias. Examiná tu vida y buscá tus pecados. Seguro que vas a encontrar. Y si encontrás y te da vergüenza, agradecé! Porque es señal de que no sos corrupto. El corrupto no solo no se avergüenza sino que se jacta de la libertad absoluta que experimenta en la maldad.
El Bien máximo, por tanto, es la libertad. Sentir vergüenza de usarla con malicia, dolerme de haberla usado para hacer el mal y no el bien al que por sí misma se siente inclinada, es lo que me permite “jerarquizar” los males de adentro hacia afuera: de lo más libre y personal de mi conciencia hacia los deberes que se me imponen de afuera.
Los dos Bienes mayores: la Libertad del Padre misericordioso y la Libertad con que Jesús nos da su vida
Antes de terminar, reforzamos esta jerarquización del Bien recordando los dos coloquios que Ignacio nos invita a hacer en cada meditación de los pecados. Son coloquios de misericordia. Coloquios que uno hace “charlando como un amigo charla con su amigo”. Y el tema es la Libertad de Dios. La libertad de Cristo, que libremente “se hizo pecado” por mí, que no asumo ni me avergüenzo de los míos (EE 53). Y la libertad del Padre, cuya Misericordia y bondad infinita me han dado vida hasta ahora y no me condena sino que me espera para perdonarme (EE 61).
Ante el Bien Mayor de estas Libertades y el bien que significa poder usar bien la mía, se reordenan los otros bienes y sin necesidad de muchas prédicas morales externas, mi conciencia discernirá, en medio de las ambigüedades de las distintas opiniones, lo que es malo porque atenta contra ese don de Dios, contra ese bien sumo que es el uso de mi libertad para amar y no para dañar.
Momento para Contemplar
Marta Irigoy
Estamos atravesando uno de los momentos a nivel mundial, de país, de familia; de mayor incertidumbre, angustia y para muchos de soledad, al tener que quedarnos en casa y no poder realizar nuestras tareas cotidianas… Esas tareas que nos llenaban de sentido la vida…
Sin embargo, la invitación de este tiempo es poder sacar «bien» de este «mal» que nos acecha: rezando más, agradeciendo, celebrando la vida…
En este tiempo hay algunas de las frases que circulan en muchas redes, acompañadas de fotos con personas en situaciones de servicio y entrega son:
- «Aquí se está salvando al mundo»
- «Acá se está haciendo patria»
- «Yo me quedo en casa» -esta es una frase en donde ponen fotos de muchas mujeres mayores que están cosiendo barbijos y camisolines para los hospitales…-
Y quizás, desde esta perspectiva de saber mirar nuestra realidad desde el bien que nos rodea y del bien que somos capaz de hacer y brindar; nos ayudara a conectar con la certeza más honda y verdadera de nuestra vida:
«Hemos sido creados para alabar, hacer reverencia y servir…»
Como dice San Ignacio en el Principio y Fundamento, sabiendo que el mayor don que nos ha sido dado con la vida es la libertad…
Por eso, la lectura de lo arriba escrito por el P. Diego, nos puede ayudar a reflexionar y meditar sobre esta realidad del pecado en la propia vida, la sociedad y el mundo, para poder descubrir cómo y dónde nuestra «vocación primera» está siendo amenazada y luego sacar provecho para poder «convertirnos al bien» con la certeza de que nuestro puesto de servicio está en dar, cuidar y sostener la vida…
A las puertas de una Semana Santa, tan diferente y en donde muchos la viviremos en la soledad (solos o juntos con la familia o nuestra comunidad) podremos sentirnos muy unidos como Iglesia y acompañaremos al Señor, en silencio y oración hasta la Pascua donde la certeza de la Resurrección nos recordara otra de las frases que en este tiempo circula mucho y los niños la dibujan junto al Arco Iris:
[1] Imagen que un grupo social, un país o una época tienen de sí mismos o de alguno de sus rasgos esenciales.
[2] Hay crímenes que afectan no solo a personas individuales sino que atentan contra la humanidad. En el 2002, el Estatuto de Roma de la Corte penal internacional, definió cuatro categorías: el genocidio, los crímenes de guerra, los de lesa humanidad y los de agresión. El Papa, el año pasado propuso una quinta categoría: el “ecocidio”. Señaló las conductas ecocidas: “la contaminación masiva del aire, de los recursos de la tierra y del agua, la destrucción a gran escala de flora y fauna, y cualquier acción capaz de producir un desastre ecológico o destruir un ecosistema”. Afirmó también: “Nosotros debemos introducir ―lo estamos pensando― en el Catecismo de la Iglesia Católica el pecado contra la ecología, el pecado ecológico contra la casa común, porque es un deber”(Francisco, 15 noviembre 2019).
Deja una respuesta