Momento de meditación
Diego Fares
La Contemplación para alcanzar amor nos hace “mirar cómo todos los bienes y dones descienden de arriba (… por ejemplo nuestra limitada) misericordia (que viene de la infinita e incansable Misericordia de nuestro Padre Dios) así como del sol descienden los rayos y de la fuente las aguas” (EE 237).
En nuestro primer encuentro, mirando la vida con esta mirada de Ignacio, que une el más pequeñito de nuestros dones con su Fuente –esa que brota del Corazón de Dios-, consideramos nuestros pecados como una oportunidad para ejercitarnos en alcanzar misericordia.
Alcanzarla en el sentido Ignaciano de que Otros nos la alcancen. A la Virgen y a Jesús, en los Coloquios de Misericordia, les pedimos que nos alcancen misericordia, Ella de su Hijo y Jesús del Padre. Una verdadera cadena de favores y ayudas.
Les pedimos que nos la alcancen porque la misericordia, si uno lo piensa bien, no se puede exigir. Se exige justicia. La misericordia se implora. Y si nos la conceden, la recibimos humildemente.
Aquí llegamos al punto del encuentro de hoy. Se trata de dirigir el río inagotable de la Misericordia de Dios a un lugar no habitual. En general dirigimos la misericordia hacia la tierra estéril de nuestros pecados y carencias. Pero hoy la dirigiremos hacia la tierra fecunda de nuestra libertad.
Misericordia y libertad de Dios
Al salir del terreno de las exigencias nos estamos situando en el terreno de la libertad. Hay que tenerlo claro: cuando imploramos misericordia apelamos a la libertad de Dios. Cuando le pedimos que no nos juzgue duramente, se lo pedimos por ser Él quien es, no por merecerlo nosotros: “No por nuestros méritos sino por tu gran compasión”, así rezaba Dios el Profeta Daniel (9, 18); “Misericordia Señor por tu Bondad, por tu gran compasión borra mi culpa”, así rogaba el Rey David en el Salmo 50, que es el Magnificat de la Misericordia.
Teológicamente nos hace bien considerar que la venida de Jesús al mundo, su Encarnación y su muerte en la Cruz para salvarnos, fueron fruto de una decisión libre de Dios, hecha por puro amor. Decidieron esto –los tres: el Padre, Jesús y el Espíritu- solo motivados por su gratuita Misericordia. No tenían necesidad. No tenían obligación. Ni de hacerlo ni de hacerlo así, ni de regalarnos tanto. Cuando pensamos en la Encarnación y en la Cruz nos parece lógico que, para que lo pudiéramos comprender y aceptar, el Señor se hiciera uno de nosotros. Si bien lo eligió libremente, le vemos cierta “necesidad” a esto de que tomara nuestra carne y a que experimentara el sufrimiento y la muerte.
Pero si miramos todo lo que nos dio con su Resurrección, allí sí que “no había necesidad de tanto”. Incluso muchas veces pareciera contraproducente que nos haya prometido tanto, porque no termina de parecer verdad. Que nos haya dado el Espíritu, que nos haya abierto la puerta a una familiaridad total con el Padre, que nos haya dado a su Madre, que se nos dé cada día en la Eucaristía… son dones que nos quedan grandes.
Uno tiende a rechazar los dones demasiado grandes, porque pareciera que traen consigo la obligación de retribuir. Pero cuando son excesivamente grandes, cuando se nos regala todo, cuando el otro se nos regala como solo un Dios se puede regalar y no hay posibilidad de retribuir y sólo nos queda tratar de ensanchar el corazón para recibir tanto, entonces es necesario cambiar la mentalidad.
Por ahí ayuda pensar una posibilidad “menor”. Dios podría habernos dado una vida nueva muy buena pero de segunda. Como hacemos nosotros cuando alguien nos falla. Si lo queremos mucho lo ayudamos igual, pero lo tenemos “ahí”. Le damos cosas, pero no toda nuestra confianza. Le ponemos condiciones. Y si confiamos de nuevo, no lo hacemos de manera “ingenua”. Nos guardamos algún derecho a la duda. Para nosotros, si un amor se rompió, nunca vuelve a ser lo mismo.
La misericordia del Señor, en cambio, cuando nos perdona, no sólo se olvida de nuestros pecados sino que hace que “no existan”. Y más aún, los transforma en bienes!
Esto es algo que no se puede creer del todo. Por eso digo que tenemos que cambiar la mentalidad para aceptar una misericordia que tenga tal poder reparador y recreador.
Creo que el punto es mirar a Dios pero cambiando nuestro concepto de Dios. Nuestro Dios es Alguien que ama así porque Él es así. El nos tiene misericordia porque es el Misericordioso.
Puede ayudarnos pensar que no solo “es” así sino que “ama” ser así: nuestro Dios “quiere” ser así, Él “elige” amarnos así.
Nosotros a veces expresamos algo así cuando decimos: “te quiero porque te quiero y quiero quererte”. Pero nuestro amor va casi siempre unido a la necesidad, a una necesidad que sentimos buena. Como dice Benedetti en su poema “Táctica y estrategia”: “Mi estrategia es/ que un día cualquiera/ no sé cómo ni sé/ con qué pretexto/por fin me necesités”.
Hay una reduplicación de la necesidad que es puro amor: cuando uno ve que el otro “elige necesitarnos”, que va comprometiendo su vida con la nuestra de tal manera que ya no se pueden separar. Por opción de amor se vive una historia común y eso crea familia, crea instituciones en las que todos se necesitan mutuamente por haber elegido vivir así.
El amor de Jesús resucitado no permite dar un paso más en el camino de esta mezcla linda de necesidad y libertad. Quizás la mejor imagen es la de los papas con sus niños más pequeñitos. Los papás con su amor pueden cambiar totalmente la percepción de un niño que llora porque rompió algo o se portó mal, haciendo que lo malo se convierta en amor, abrazándolo y mostrándole cómo no pasó nada, como se repara lo roto y se restablece la relación sin que quede nada malo. Cuando uno es pequeño acepta este “perdón total”, esta reparación omnipotente, digamos, de los papás. Cuando crecemos un poco más ya no nos resulta tan fácil ser perdonados así. En esta clave podemos leer la “exigencia” del Señor de “volvernos como niños”. Volvernos como niños para poder aceptar una misericordia total.
Vemos pues que la Misericordia de Dios es “excesiva”, como dice el Papa. Pero no tanto que no tengamos experiencias de que algo así es posible. Y no solo posible sino que es la base constitutiva de nuestra capacidad de amar y de ser seres humanos, abiertos a los demás, a la sociedad. El haber recibido este “amor que repara todo lo malo” en nuestra más tierna infancia es la base de nuestra vida. A nivel físico, uno tiene la experiencia de todos los cuidados que necesitó como bebé para vivir y crecer. A nivel espiritual, uno es consciente de la paciencia que requirieron las enseñanzas, desde la ayuda básica para hablar y escribir, hasta la ayuda para las cosas más altas, como compartir y mejorar. Gracias a que fuimos tratados con misericordia pudimos ir adelante y consolidar nuestra autoestima, sin la cual no hay vida humana que dure y progrese.
Ahora, si es cierto esto de que Dios exagera en su misericordia y lo hace porque así lo quiere, libremente, es el momento de afirmar dos cosas importantes. Una, que el mal está vencido. Pero, como le respondía el Papa a un niño que le hacía esta pregunta, el demonio es como un gran dragón que, después de muerto, sigue agitando la cola por algún tiempo y puede hacer mucho daño. Nuestra interpretación del mal –de todo el mal en el mundo- luego de que el Señor lo venció en la Cruz, es que todo su poder es el de dar “coletazos”. Coletazos que pueden ser Tsunamis y bombas de kamikazes, con alto poder de destrucción. Pero coletazos nomás.
El mal no tiene raíz en el corazón del hombre. Jesús lo arrancó de cuajo. El Señor arrancó el mal de raíz. Si sigue dando “frutos” agrios es por inercia o “artificialmente”. Aunque se repita el mal cada día y multiplique sus terribles maldades, es “forzado”, artificial, no arraiga en lo último del corazón del hombre y por eso, todo hombre puede convertirse y cambiar.
La segunda cosa es que esta derrota del mal no hace que sus efectos desaparezcan mágicamente. Hay que ayudar a vencerlo, con el bien, ganando terreno paso a paso, día a día. Aquí entra nuestra libertad, como respuesta a esa “exagerada” libertad de Dios.
Quererse ayudar
En la meditación sobre el pecado de los ángeles San Ignacio dice una frase que llama la atención. Ve el pecado de los ángeles en que “no se quisieron ayudar con su libertad” para amar y obedecer a Dios. Así dice: “No queriéndose ayudar con su libertad” pasaron de ser seres llenos de gracia a ser seres desgraciados, soberbios, envidiosos y contagiosos de su mal.
La misericordia de dios es gratuita, es verdad. No depende de nosotros que el Señor nos trate así. Pero uno se las puede ingeniar para alcanzarla, uno se puede “dejar ayudar” y, mejor aún, uno puede ayudar a que lo ayuden.
En el evangelio el Señor alaba a los que “se saben ayudar con su libertad para obtener misericordia”.
Ante el problema de la multitud, el Señor alaba al paralítico y a sus amigos, que tienen la osadía de meterse por el techo.
Ante el problema de estar lejos, alaba al centurión que se le ocurre lo de la curación de palabra, para no robarle tiempo.
Ante el no cumplir con las condiciones requeridas, alaba a la sirofenicia por la perseverancia y el ingenio para responderle a sus palabras que parecen ser de desprecio.
Ante la importunidad, Jesús alaba a su madre, que no se amilana cuando le dice que “no ha llegado su hora” y manda a los servidores a hacer todo lo que él les diga.
Ante el respeto ajeno, alaba a la pecadora que tiene el coraje de meterse en casa del fariseo y romper su frasco de perfume.
Ante la timidez, alaba a la hemorroísa que le toca la orla del manto en medio de la gente.
Ante la petisez, alaba a Zaqueo que se hace ver subido a la higuera y luego tiene ese gesto de repartir la mitad de sus bienes…
Ante el apuro, alaba a Bartimeo que grita en medio de la multitud y hace que se detenga el Señor que pasaba apurado.
También el Señor alaba los gestos de misericordia para ayudar a los demás:
Alaba a la viuda que pone sus dos moneditas todo lo que tenía para aquel mediodía.
Alaba al buen samaritano, contando la parábola, con todos los pasos de misericordia que sigue.
Alaba al Padre que corre a abrazar a su hijo
Alaba al que lava los pies
Alaba la sinceridad de la Samaritana.
Y el agradecimiento del leproso.
Alaba a los apóstoles que ven que no tienen más que cinco panes, pero le plantean el problema y luego ponen manos a la obra.
Toda gente que se las ingenia para ser misericordiada y para misericordiar.
Momento de contemplación
Marta Irigoy
La invitación que nos hace el P. Diego, en este texto que propone, es poder conectar con la necesidad que tenemos de crecer en humildad. Humildad es lo que no supieron cuidar los ángeles y no se dejaron “ayudar en con su libertad”…
La Humildad, se ha encarnado y es Jesús, quien siendo Dios se hizo hombre, paso por uno de tantos…haciendo el bien…
La humildad lo llevo a aceptar la Cruz por obediencia de Amor y allí el Padre lo hizo Señor de todo y de todos…
La humildad lo sostuvo en las mejores manos…las Manos del Padre…
Por eso, quisiera invitarnos a dejarnos asombrar…
Hay una hermosa escultura en el Santuario del P. Hurtado –san Alberto Hurtado, sj- en Chile, que invita a entrar en esta sintonía de la misericordia.
En esta escultura, podemos intentar entrar, ser parte; “como si presente me hallase”, como dice San Ignacio…
Ser parte, es dejar que los sentimientos que irradia la escultura, nos alcancen…
Estos sentimientos pueden alcanzarnos y nos pueden hacer sentir lo que el corazón esconde…
- Vulnerabilidad…
- Desnudez…
- Desprotección…
- Soledad…
- Pequeñez…
- Cobijo…
- Amparo…
- Consuelo…
- Filiación…
- Esperanza…
- Paz…
- ………………….
Lo que más impacta, es descubrir que para dejarse alcanzar por esta misericordia, hay que asomarse al Corazón del Padre, fundirse en su pecho mientras con su mano nos acaricia la cabeza y nos sostiene con Ternura…
- Te invito a terminar con esta oración:
Déjame fundir mi historia en tu Corazón
con toda su carga de debilidad,
y entregar a tu misericordia lo que tu amor dejó atrás.
Déjame fundir mis ojos en tu Corazón
hasta mirar reconciliado mi propia realidad.
Déjame fundir mis oídos en tu Corazón
hasta escuchar lo que jamás imaginaron
que podías y querías pronunciar:
“Yo te perdono; quédate en paz”.
Déjame fundir mi boca en tu Corazón
hasta aprender en el silencio a decir: “Abba”.
Déjame fundir mi rostro en tu Corazón,
hasta encontrar hecho niño el asombro,
con que un día me acercaba hasta tu altar.
Y si ves que a las puertas de fundirme,
mi miedo me detiene y te dice: “¡Basta ya!”,
que tu mano en mi cabeza, me responda:
“Tan sólo, déjate amar” J. A.
Deja una respuesta