MOMENTO DE REFLEXIÓN
Diego Fares sj
Emaús: icono que hace arder el corazón con la presencia viva del Resucitado que camina con nosotros y actúa en la historia
Contemplación del icono
“Que la Palabra de Vida saboreada en la Eucaristía, nos transforme y nos revele la presencia viva del Resucitado que camina con nosotros y actúa en la historia (Lc 24, 13-35)”. (Mensaje final de Aparecida, punto 3).
Los dos niños que nos miran nos hacen entrar en el icono de Emaús en el que se hace presente en nuestra historia el Señor Resucitado. Uno de los niños es el de la multiplicación de los panes. Con su mirada y con el gesto de ofrecer los cinco pancitos nos invita a la mesa. Entramos en el ámbito de la Eucaristía y nos centramos en el pan que Jesús resucitado ha tomado y tiene en su mano: ese pancito es como si fuera su Corazón. El otro niño también nos mira y la jarra que tiene en su mano nos recuerda la escena de las bodas de Caná.
Los tres discípulos y discípulas que están detrás de Jesús, contemplan la escena. Su función, cada vez que los miramos, es hacer que nuestra mirada vuelva al tema central. Dos miran la mesa y uno, el que está detrás de Jesús, lo mira al Señor.
Las figuras de Jesús y de los Discípulos son más grandes que el resto. El Señor ocupa el lugar principal. Abre para nosotros el círculo de la mesa eucarística en la que están el Pan y el Vino. El gesto del Señor representa el momento en que toma el pan y lo bendice. Notamos cómo el Pan que sostiene contra su pecho recuerda la imagen con que se apareció el Sagrado Corazón a Santa Margarita María de Alacoque.
El rostro y la actitud de los dos discípulos son como de quien recuerda: ¿Acaso no ardía nuestro corazón…?. El de la izquierda levanta el dedo, como hace uno cuando cae en la cuenta de algo que pasó.
En segundo plano, al fondo, está la escena que recuerdan: Jesús señalando al cielo; ¡cómo les iba encendiendo el corazón en la fe! Escuchamos con ellos la frase de Jesús que da sentido a todo lo que pasa en la historia: “era necesario que el Mesías soportara esos sufrimientos para entrar en la gloria.”
Interpretar la vida desde la Eucaristía
Dos momentos únicos se sientan a la mesa de la Eucaristía: nuestro presente que contempla el cuadro y el encuentro del Señor resucitado con los de Emaús.
La Eucaristía es el memorial de nuestra fe. Reúne el pasado y el presente y nos remite a la Gloria del cielo. La Eucaristía es el momento de reposo en nuestra vida en que invitamos al Señor a quedarse con nosotros y al partirnos el pan él nos abre los ojos a su presencia que estuvo oculta en nuestra historia, en la de cada hombre y en la de todos. El pan partido obra sobre nuestro corazón: al realizar el gesto del Señor –al tomar el pan, bendecirlo dando gracias y al partirlo y repartirlo, nuestro corazón se mueve a recordar las consolaciones que sentimos durante el día. Muchas veces el Señor nos hizo arder el corazón, y al partir el pan, recordamos, y se unifica nuestra vida gracias a su presencia. Se ven las cosas a la luz de la Cruz y la Resurrección. La Eucaristía tiene la función sagrada de hacernos reinterpretar la historia al verla con Cristo, en Él y gracias a Él.
La singularidad de Jesús y la nuestra
Lo más lindo de nuestra fe es que su objeto es un Jesús enteramente singular, en el doble sentido de ser uno más y a la vez único. Creemos en un Dios encarnado, que vivió una vida singular, en el sentido de que fue la vida que le tocó, sin nada especial o “general”. Nuestro Dios no es un Dios abstracto, alguien que tenga recetas universalizables de autoayuda para todos. Un Dios así no podría sernos cercano. Le faltaría lo más propio de nuestro ser humano que es que cada uno vive su situación concreta desde la conciencia de que lo que le sucede es algo único que sólo acontece una vez para él y que sólo se comprende desde esa particularidad. Esto produce una soledad profunda y un sentimiento de lo que es la contingencia muy profundo: uno no es necesario como si fuera una parte integral de este universo. Puede no estar y no pasa nada. Esto mismo le da a un valor extraordinario a lo que cada uno vive. Es un valor gratuito. Vale si otro lo comparte también gratuitamente, por amor.
Cuando uno cuenta sus cosas lo más característico es esto: que uno se admira y quiere comunicar lo especial y único que fue lo que le pasó.
En este preciso punto es que Jesús Resucitado entra en nuestra historia. Lo hace a través de un hecho singular: preguntando a los discípulos de Emaús qué les pasa. Les pregunta por su situación particular: por qué caminan entristecidos… Cuéntenme, les dice. La totalidad de la historia de Salvación está incluida en el diálogo de Emaús que fue un diálogo casual, podríamos decir. Podría haberse visto frustrado. Ellos podrían haber rechazado al peregrino o no haberlo invitado a quedarse con ellos aquella tarde.
La historia está abierta al encuentro con el Resucitado
Jesús se nos revela como ese compañero de camino con el que podemos compartir lo más extraordinario (lo que pasó con Jesús de Nazareth) desde lo más ordinario, la desilusión personal o, luego, la alegría de la fe. Jesús no solo nos salva (es Vida) sino que nos hace de interlocutor para ayudarnos (Camino) a interpretar bien (Verdad) lo que él hizo por nosotros. Este papel de Jesús, que nos hace protagonistas, que nos invita a contarle nuestras cosas antes de que él nos cuente las suyas, es conmovedor. El mundo se lo pierde cuando piensa que nuestra fe es una creencia más entre tantas, algo prearmado que luego se aplica a la realidad, como las ideologías que el mundo usa para abrirse espacio en el mundo. Nada de eso: nuestra fe se mete con Jesús en la realidad de la historia y lo descubre como ya presente, como pudiendo venir a nuestro encuentro en cualquier ocasión.
Características de la historia
Lo provisorio, lo ocasional, lo fugaz de la historia hace que sea abierta, dialogable, compartible.
Lo propio de la historia es el valor único, irrepetible, absolutamente personal, de cada decisión, de cada acontecimiento. No solo las cosas personales sino lo vivido en común por muchos es vivenciado por cada uno de manera única. Esto hace que la historia sea dramática –con final abierto, modificable por cada decisión libre que se toma-, también que sea valioso e imprescindible cada protagonista, pues tiene que comunicar y aportar lo suyo, su perspectiva, su vivencia, su contribución libre. Al mismo tiempo, hace que las cosas sean falibles y mejorables, que haya pecado y gracia, necesidad de reparación y plus inesperados. La historia hace que uno pueda reinterpretar los acontecimientos y rescatar cosas nuevas del pasado, al mismo tiempo que siempre está abierta la esperanza de un futuro construido con mejores decisiones.
Jesús, al entrar en la historia participa de todo esto como uno más. Y siendo uno más lo renueva todo desde dentro de esta fragilidad y fugacidad propias del ser histórico. Jesús es único como Hijo del Padre y único como todos, como cualquiera. Por nuestra precaria uniquez entramos en contacto con su uniquez absoluta y eterna.
Esto es lo que se narra en el pasaje de Emaús. La situación única de estos dos discípulos desilusionados y el entrar en contacto con ellos de manera casual, diríamos, de Jesús resucitado, en una misión enteramente singular y acotada. El Señor entra en la vida de estos dos discípulos y le pide que le narren la historia desde su perspectiva. Luego la corrige desde su propio punto de vista, también particular, pero con una fuerza tal que unifica toda la Escritura y toda su vida en un solo acto narrativo, en un momento. Entonces, todo adquiere valor universal pero sin desligarse de lo concreto. La historia de los discípulos de Emaús queda como paradigma del venir el Resucitado a nuestra historia.
Las consecuencias de esta entrada del Señor en la historia
Todo lo singular y único es recapitulable
“Es esperanzador lo que decía Juan Pablo II: “Aunque imperfecto y provisional, nada de lo que se pueda realizar mediante el esfuerzo solidario de todos y la gracia divina en un momento dado de la historia, para hacer más humana la vida de los hombres, se habrá perdido ni habrá sido vano” (Ap. 400).
Los encuentros con Cristo renuevan la vida
“Hay que confirmar, renovar y revitalizar la novedad del Evangelio arraigada en nuestra historia, desde un encuentro personal y comunitario con Jesucristo, que suscite discípulos y misioneros. Ello no depende tanto de grandes programas y estructuras, sino de hombres y mujeres nuevos que encarnen dicha tradición y novedad, como discípulos de Jesucristo y misioneros de su Reino, protagonistas de vida nueva para una América Latina que quiere reconocerse con la luz y la fuerza del Espíritu (Ap. 11).
El acontecimiento de Cristo es, por lo tanto, el inicio de ese sujeto nuevo que surge en la historia y al que llamamos discípulo. Esto es justamente lo que, con presentaciones diferentes, nos han conservado todos los evangelios como el inicio del cristianismo: un encuentro de fe con la persona de Jesús (Ap. 243).
“La conversión pastoral de nuestras comunidades exige que se pase de una pastoral de mera conservación a una pastoral decididamente misionera. Así será posible que “el único programa del Evangelio siga introduciéndose en la historia de cada comunidad eclesial” (NMI 12) con nuevo ardor misionero, haciendo que la Iglesia se manifieste como una madre que sale al encuentro, una casa acogedora, una escuela permanente de comunión misionera (Ap. 370).
“Recobremos, pues, “el fervor espiritual. Conservemos la dulce y confortadora alegría de evangelizar, incluso cuando hay que sembrar entre lágrimas. Hagámoslo – como Juan el Bautista, como Pedro y Pablo, como los otros Apóstoles, como esa multitud de admirables evangelizadores que se han sucedido a lo largo de la historia de la Iglesia – con un ímpetu interior que nadie ni nada sea capaz de extinguir. Sea ésta la mayor alegría de nuestras vidas entregadas. Y ojalá el mundo actual – que busca a veces con angustia, a veces con esperanza – pueda así recibir la Buena Nueva, no a través de evangelizadores tristes y desalentados, impacientes o ansiosos, sino a través de ministros del Evangelio, cuya vida irradia el fervor de quienes han recibido, ante todo en sí mismos, la alegría de Cristo y aceptan consagrar su vida a la tarea de anunciar el Reino de Dios y de implantar la Iglesia en el mundo”. Recobremos el valor y la audacia apostólicos (Ap. 552).
MOMENTO DE CONTEMPLACIÓN
Hna Marta Irigoy misionera diocesana
“¡Como arde nuestro corazón!”
San Ignacio, en las reglas de discernimiento, nos habla de la consolación, -con otras palabras- como “un arder del corazón”.
Y nos hace considerar en las Contemplaciones de las Apariciones del Señor Resucitado, como se acerca a sus amigos, con su oficio de consolar.
El texto de Emaús, es uno de esos relatos de la vida del Señor, que realmente nos hace sentir identificados con esta “pareja” que al sentirse defraudados vuelven a su vida anterior, rumiando sus frustraciones, así, perdiéndose todo lo mejor de haber seguido a Jesús.
“Cuando[1] queremos que la realidad se acomode a la idea que tenemos de ella y ésta no lo hace, viene la desilusión. En cambio, cuando dejamos que nuestra idea de la realidad se conforme a ella, sacamos una enseñanza. A través de la realidad, la verdad de Dios camina a nuestro lado y nos conversa, hasta lograr que esa verdad aflore a nuestro propio pensar. Así es la realidad que camina al lado de estos discípulos: Jesús, el crucificado, ha resucitado…
Jesús, se acerca a ellos para consolarlos en el camino, les hace hacer “memoria” de todo lo que la Palabra de Dios, dice del Mesías y como lo que ocurrió en Jerusalén, estaba dentro de lo que iba a padecer Él, por amar hasta el extremo…siendo fiel a la misión que el Padre le había encomendado…
El Maestro en el camino, les hace “sacar su adentro”, los hace hablar de todo lo que tienen en su corazón y ellos, dejándose acompañar, descubren su paso mas liviano y ya no quieren seguir solos, por eso, le suplican al Señor: «Quédate con nosotros, porque ya es tarde y el día se acaba» …
Los discípulos iban por el camino de la desolación y vuelven consolados a hacer “arder el corazón” a todos los que encontraran en Jerusalén…
Leer el texto
“Ese mismo día, dos de los discípulos iban a un pequeño pueblo llamado Emaús, situado a unos diez kilómetros de Jerusalén. En el camino hablaban sobre lo que había ocurrido. Mientras conversaban y discutían, el mismo Jesús se acercó y siguió caminando con ellos. Pero algo impedía que sus ojos lo reconocieran. Él les dijo: « ¿Qué comentaban por el camino?». Ellos se detuvieron, con el semblante triste, y uno de ellos, llamado Cleofás, le respondió: « ¡Tú eres el único forastero en Jerusalén que ignora lo que pasó en estos días!». «¿Qué cosa?», les preguntó. Ellos respondieron: «Lo referente a Jesús, el Nazareno, que fue un profeta poderoso en obras y en palabras delante de Dios y de todo el pueblo, y cómo nuestros sumos sacerdotes y nuestros jefes lo entregaron para ser condenado a muerte y lo crucificaron. Nosotros esperábamos que fuera él quien librara a Israel. Pero a todo esto ya van tres días que sucedieron estas cosas. Es verdad que algunas mujeres que están con nosotros nos han desconcertado: ellas fueron de madrugada al sepulcro y, al no hallar el cuerpo de Jesús, volvieron diciendo que se les habían aparecido unos ángeles, asegurándoles que él está vivo. Algunos de los nuestros fueron al sepulcro y encontraron todo como las mujeres habían dicho. Pero a él no lo vieron». Jesús les dijo: « ¡Hombres duros de entendimiento, cómo les cuesta creer todo lo que anunciaron los profetas! ¿No era necesario que el Mesías soportara esos sufrimientos para entrar en su gloria?». Y comenzando por Moisés y continuando con todos los Profetas, les interpretó en todas las Escrituras lo que se refería a él. Cuando llegaron cerca del pueblo adonde iban, Jesús hizo ademán de seguir adelante. Pero ellos le insistieron: «Quédate con nosotros, porque ya es tarde y el día se acaba». Él entró y se quedó con ellos. Y estando a la mesa, tomó el pan y pronunció la bendición; luego lo partió y se lo dio. Entonces los ojos de los discípulos se abrieron y lo reconocieron, pero él había desaparecido de su vista. Y se decían: « ¿No ardía acaso nuestro corazón, mientras nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?». En ese mismo momento, se pusieron en camino y regresaron a Jerusalén. Allí encontraron reunidos a los Once y a los demás que estaban con ellos, y estos les dijeron: «Es verdad, ¡el Señor ha resucitado y se apareció a Simón!».Ellos, por su parte, contaron lo que les había pasado en el camino y cómo lo habían reconocido al partir el pan.
* Pedile a Jesús que camine este rato con vos, para que puedas repasar con Él el sentido de la esperanza que te viene acompañando a lo largo de tu camino…
*Contale de tus desilusiones, de tus fracasos…
* Explícale lo que aún no comprendes. Aprovecha a “sacar tu adentro”…
* Déjate explicar…
* Insistile e invitalo a tu casa-corazón…
* Entra con Él, sentate a la mesa y déjate consolar…
[1] P. Javier Albisu, sj. “Cuando Jesús entra en casa”. Pags.177-ss. Paulinas 2007
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